EL COMUNISMO Y COLOMBIA
De un lado está Colombia, con sus ciudadanos, sus instituciones, su economía, su vida espiritual y religiosa, que lucha por la continuidad de sus libertades, y del otro está el comunismo, en sus diversas variantes y caretas, que trata de abolir la libertad para instaurar un sistema ruinoso y absurdo
El comunismo y Colombia
Intervención del investigador Eduardo Mackenzie en el marco del coloquio sobre comunismo realizado el 7 de noviembre de 2013 en la Universidad Sergio Arboleda, de Bogotá.
Por Eduardo Mackenzie
Enero 26 de 2013
El título de mi charla es “el comunismo y Colombia”. Nótese que no digo “El comunismo en Colombia”, pues eso haría pensar que voy a hacer la historia del comunismo en Colombia y ese no es el objetivo de mi charla. Tampoco digo “El comunismo de Colombia” pues eso sugeriría que hay un comunismo autóctono, que surge de las entrañas mismas de un país y que tiene una vida propia. Eso no es cierto. El comunismo leninista nunca funcionó de esa manera. El comunismo y las Farc, su expresión armada e ilegal en Colombia, no surgieron como fruto de la lucha de clases, ni como resultado de una evolución particular de la sociedad. Las Farc tampoco surgieron de una “revuelta campesina” como algunos pretenden. Esas dos entidades fueron únicamente en resultado de decisiones de un partido político, tomadas a espaldas del pueblo colombiano.
El comunismo moderno es un partido mundial, con un centro de dirección único, con una ideología y unos métodos particulares, con secciones nacionales que dependen y reciben instrucciones del centro único. Eso fue así al menos hasta cuando hubo la escisión chino-soviética y, sobre todo, hasta cuando se derrumbó el muro de Berlín, en 1989, y la URSS implosionó, en 1991. Obviamente, el comunismo actual está en ruinas pero esas ruinas buscan un nuevo centro. Pero eso es otro tema.
Gracias a la disolución de la URSS y de la apertura de los archivos soviéticos y de la internacional comunista, rápidamente controlados, hoy sabemos mucho más acerca del comunismo real. La lectura de los archivos confirmó, sin embargo, muchas cosas que ya se sabían, gracias a testimonios de víctimas del comunismo o de comunistas que pasaron al campo de la libertad. Pero también muchos otros episodios fueron descubiertos.
En Colombia, como en todo el continente latinoamericano, conocemos muy mal el tema del comunismo. Pues el trabajo de los investigadores e historiadores ha sido escaso y porque los marxistas instalados ponen trabas al avance de la verdad en ese campo.
Mi intervención se llama “El comunismo y Colombia”, pues esa fórmula refleja bien el punto de vista al que quiero ir. Muestra, en primer lugar, que hay dos entidades diferentes, antagónicas y en lucha la una contra la otra. De un lado está Colombia, con sus ciudadanos, sus instituciones, su economía, sus tradiciones, su vida espiritual y religiosa, que lucha por la continuidad de sus libertades, perfectas o imperfectas, y de su desarrollo económico, y del otro está el comunismo, en sus diversas variantes y caretas, que trata de abolir la libertad y desmantelar la economía para instaurar un sistema ruinoso y absurdo y que utiliza para ello todo tipo de crímenes y mentiras. Es lo que ellos llaman “combinar todas las formas de lucha”, una táctica inventada por Lenin en 1906.
Otra precisión: no trataré aquí el comunismo como una corriente política, ni como un partido como los demás. No lo haré pues el
comunismo nunca fue eso, no fue un partido como los demás. Esto es algo que se olvida en Colombia y que deberíamos saber muy bien, sobre todo aquellos que creen que las negociaciones con las Farc, creación soviética de la Guerra Fría –aunque la implantación comunista era muy anterior–, serán benéficas para Colombia. Es algo que deberían saber quiénes se preguntan por qué las negociaciones con esa gente nunca trajeron la paz y por qué los diálogos actuales en La Habana, tras más de un año de contactos visibles, están en un callejón sin salida y siguen siendo como una espada de Damocles sobre Colombia, a pesar de lo que dice el presidente Santos.
El comunismo fue y es un sistema de gobierno totalitario, de partido único. Hablaré aquí de algo más específico: del comunismo moderno como enfermedad social, como anomalía histórica, en el sentido de que tuvo un comienzo y tendrá un fin, como todo, mientras que los sistemas democráticos tienden, por el contrario, a avanzar y a consolidarse en el tiempo y en los espacios geográficos más amplios.
El bolchevismo aspira al poder y utiliza obligatoriamente la violencia más extrema y más vasta para alcanzar sus fines. El se convierte rápidamente en régimen criminal. Antes de ser gobierno esconde sus objetivos. Solo en sus textos y discusiones más secretas menciona la destrucción del pluralismo, de las libertades. El comunismo pretende abolir la sociedad “burguesa” para construir el “hombre nuevo”: un individuo privado de derechos, de familia, de aspiraciones, y que no puede resistir ni oponerse al sistema. Por eso millones de ellos murieron y mueren por oponerse. Otros aceptan colaborar con ese sistema y refuerzan la maquinaria de matar. Otros, sin ser ni lo uno ni lo otro, también son liquidados pues el poder les puso la etiqueta de “enemigos del pueblo”.
El comunismo como enfermedad social, como un cáncer social, que ha exterminado a millones de personas inocentes, no es un concepto mío. El inventor de ese enfoque se llama Alexander Yakovlev, quien no era exactamente un anticomunista primario, ni un fascista. Era un jefe soviético que ingresó a ese partido en 1943, que fue miembro del comité central y terminó como eminente consejero de Mijaíl Gorbachov. De hecho, Yakovlev fue el mayor ideólogo de la perestroika y de la glasnost. Fue un comunista que vio desde dentro lo que era realmente ese sistema y que optó por la democracia, aún siendo miembro del PCUS. Por sus actitudes fue retirado del poder y enviado, en 1973, a Canadá como embajador. Con Gorbachov, fue reintegrado y en 1978 fue nombrado miembro del Politburó. En 1993, tras el colapso de la URSS, escribió un libro importante: “El vértigo de las ilusiones” que examina el lazo que existe entre el marxismo y las prácticas políticas y las instituciones de la ex URSS y de otros sistemas comunistas. Después, escribió otro libro capital: “El cementerio de los inocentes” (primera edición en inglés de 2002), sobre los terribles costos humanos y las consecuencias de los crímenes cometidos por el comunismo en Rusia. Yakovlev responsabilizó al sistema soviético de haber llevado a la muerte a por lo menos sesenta millones de sus conciudadanos. En 1999, Yakovlev firmó otro excelente ensayo: “El bolchevismo enfermedad social del siglo XX”. Yakovlev murió en 2005 a los 81 años, después de haber presidido la comisión de rehabilitación de las víctimas de la represión política en la URSS.
Hablar del comunismo como enfermedad social es no solo legítimo sino necesario. Ante el caso colombiano, la pregunta es: ¿puede un gobierno elegido democráticamente hipotecar el futuro del país haciéndole concesiones exorbitantes a una organización fanática y terrorista, heredera de un sistema y de unos valores que llevaron al mundo a una catástrofe política, mental, económica y cultural, cuyas secuelas no logran ser superadas del todo aún hoy por el planeta?
¿Cuáles son los alcances de lo que el comunismo hizo en Colombia? Como este tema es vastísimo toquemos, al menos, algunas cifras de la violencia. En julio de 2013, el Grupo de Memoria Histórica, tras investigar durante cinco años, entregó al Gobierno colombiano un primer informe de 434 páginas sobre los horrores vividos por nuestro país desde 1958 hasta 2013.
Ese informe asegura que, dentro de ese período, 220 000 personas perecieron por el llamado “conflicto colombiano”. Dice que más del 80% de las víctimas eran civiles. Que los desplazados por la fuerza, entre 1996 y 2012, fueron 4,7 millones de personas (cifra comparable con la población de Costa Rica), que 10.189 personas fueron muertas o mutiladas por minas antipersonales, y que 6 400 niños fueron reclutados por los grupos armados. Afirma que las guerrillas, entre 1970 y 2010, cometieron 24.482 secuestros.
Algunas de esas cifras espeluznantes son acertadas pero la visión de conjunto de ese informe es poco exacta, e incluso polémica. Pues las víctimas son muchas más y ese informe trata de soslayar ese hecho. Los defectos metodológicos de ese informe hacen que los crímenes sean mal repertoriados y contabilizados en periodos menores, y no todos desde 1958. Por ejemplo, en materia de “asesinatos selectivos” la cifra del informe sólo cubre el periodo 1981 a 2012. El informe dice que 23.154 personas fueron asesinadas “por los actores armados”, de los cuales son atribuibles a las guerrillas “únicamente” 3.899 asesinatos –y eso sin decir qué parte le corresponde a las Farc, la banda armada más depredadora y antigua de Colombia–, mientras que los paramilitares habrían cometido 8.903 asesinatos.
Ese capítulo ha sido muy cuestionado pues una cifra alta de asesinatos es atribuida a “grupos no identificados”. Tal imprecisión beneficia obviamente a las guerrillas que sólo habrían cometido el 16% de esos asesinatos, lo cual es un absurdo, pues nunca existió en Colombia un aparato de violencia más agresivo y encarnizado que las seis guerrillas marxistas que aparecieron en ese periodo, mucho antes de que aparecieran los “paramilitares de extrema derecha”. Ese informe tampoco explica la cifra que el Grupo de Memoria Histórica le cuelga alegremente a la fuerza pública: 2.422 “asesinatos selectivos”. Todo permite pensar que una parte de las bajas en combate ocasionadas por el Ejército y la Policía a los irregulares son consideradas por el GMH como “asesinatos”.
La misma anomalía existe en el capítulo de las masacres. Dicen que en total, entre 1980 y 2012, hubo 1.982 masacres. De las cuales
sólo 343 serían atribuibles a la guerrilla, mientras que sus adversarios “paramilitares”, habrían cometido tres veces más: 1.166 masacres, y que la fuerza pública habría cometido otras 158 masacres. ¿Pero cuáles son esas 158 masacres cometidas por la fuerza pública? El Grupo de Memoria Histórica fue incapaz de hacer la lista de esas masacres. Es un hecho que las masacres, secuestros y otras atrocidades perpetradas por bandas comunistas comenzaron mucho antes, en 1949, desde cuando forjaron las llamadas “repúblicas independientes”. Ese periodo tan convulso y violento del país no es estudiado ni de manera mínima por el Grupo de Memoria Histórica, quien trata de hacer ver que el llamado “conflicto” comenzó en los años sesenta, lo cual es totalmente falso.
Otra imprecisión: la cifra de las desapariciones forzadas. El informe da la cifra (sin detalles) de 5.016 casos, pero asegura que sólo hay 689 casos “con autor presunto”. Y allí también la fuerza pública lleva la peor parte: le atribuyen 290 desapariciones, mientras que las guerrillas solo habrían desaparecido a 137 personas. Los paramilitares habrían cometidos 246 desapariciones.
Ese estudio, escamotea algo muy importante, como lo señaló el investigador Alfredo Rangel y otros importantes observadores: que “los principales agentes activos generadores de la violencia en Colombia durante la última década fueron los grupos armados marxistas”.
De hecho, el Partido Comunista de Colombia no es en ningún momento responsabilizado por los crímenes que cometió desde y con la creación y con la orientación de todo tipo que le brindó durante varias décadas a las Farc y a otras guerrillas marxistas. Ese partido aparece allí únicamente como una “victima” del gobierno y de los paramilitares por su pretendido activismo legal. Las atrocidades cometidas por las Farc desaparecen: son disimuladas detrás de la denominación vaga de “guerrillas” o “actores armados”.
Sólo el Estado colombiano, la fuerza pública y, óiganme bien, hasta los ciudadanos inocentes, son mostrados, por el Grupo de Memoria Histórica, como los instigadores y perpetradores constantes de las mayores violencias.
El Grupo de Memoria Histórica evitó estudiar la mayor parte del periodo y dejó de lado el punto clave de todo esto: la violencia comunista desde los años 1950 y el porqué de su persistencia hasta hoy. Barrieron de un manotazo treinta años de violencia comunista en Colombia. ¿Por qué? Probablemente para que las cifras sobre la barbarie marxista no fueran tan abrumadoras y para poder presentar al Estado y a los llamados “paramilitares” como actores más violentos y más dañinos que las guerrillas comunistas. Por eso nunca explica cuántas víctimas causaron específicamente las Farc, y el Eln. Ese estudio oculta esas cifras dentro de la rúbrica gris denominada “guerrillas” o “actores armados”.
Ellos no abordaron el periodo de la “primera violencia”, donde ya existían bandas comunistas (mezcladas a bandas liberales, las cuales cesaron su acción en 1958), pues las cifras que arroja ese periodo son terribles: entre 1957 y 1964, en el departamento del Tolima, hubo 23.624 víctimas. Otras fuentes dicen que la matanza allí fue mayor, pues en 1957 y 1958, en ese departamento, hubo 30.000 asesinatos, 10.000 heridos y 40.000 familias se quedaron sin empleo por esas violencias. [mi libro págs. 211 y 231].
El estudio del Grupo de Memoria Histórica se basa, por otra parte, en fuentes discutibles, no en documentos judiciales, ni en investigaciones de campo, ni siquiera en las informaciones de la prensa, sino en análisis estadísticos parciales y parcializados, hechos por oficinas que buscan no la verdad sino elaborar estadísticas (algunas veces tramposas) para enlodar y atacar al Estado y las Fuerzas militares y de Policía, y para reducir las atrocidades de las bandas armadas de izquierda.
Los archivos de las fuerzas armadas no fueron consultados, ningún estudio, ninguna publicación de la fuerza pública fue consultada. Ningún militar, ningún policía fue entrevistado. Tal actitud incalificable de los investigadores del Grupo de Memoria Histórica fue denunciada por una asociación de militares retirados.
Lo más impresionante es que una semana después de publicado el curioso informe, la Fiscalía anunció que iba a abrir una serie de procesos contra los jefes guerrilleros y paramilitares por las 11.000 violaciones de derechos humanos que ese organismo decía haber recopilado. En realidad, tal proyecto no avanza. Hasta el día de hoy, en ese marco, sólo 16 personas son perseguidas por la Fiscalía, y de ellos 13 son paramilitares y tres guerrilleros. Y, además, éstos últimos podrían beneficiarse de una rebaja de penas a cambio de sus confesiones en el marco de la ley Justicia y Paz. Peor aún, según la reciente reforma constitucional impulsada por el Presidente Santos, los guerrilleros y jefes de las Farc podrían ver sus condenas indultadas, o amnistiadas, o la ejecución de la pena suspendida, una vez sea firmada una vaga promesa de paz.
El contraste es inmenso entre el cúmulo de atrocidades cometidas por las guerrillas y otras organizaciones subversivas y la acción judicial que existe hoy en Colombia y la que se está negociando con las Farc en La Habana.
Todo esto nos permite decir que Colombia está contaminada no sólo por la violencia Farc sino por la mentira Farc. Esa mentira es
cotidiana, sobre todo cuando se escucha lo que gesticulan las Farc en La Habana, lo que dicen sobre esas negociaciones. Allá, los agentes del señor Timochenko se muestran como víctimas del Estado y gentes de paz y como los campeones de la democracia. Dicen que ellos, con las negociaciones actuales, lo que buscan es tratar de “mejorar la democracia”, y que para eso necesitan toda suerte de concesiones y que les abran las avenidas de la impunidad, aunque hayan cometido crímenes de guerra, de agresión y de lesa humanidad. Exigen que Colombia pase por encima de la ley y de la doctrina de la Corte Penal Internacional, la cual prohíbe las amnistías e indultos para quienes cometieron esos tres tipos de crímenes. Ellos preparan así, con esas negociaciones, el derrumbe de las instituciones y la parálisis de las fuerzas militares (con la exigencia de un cese al fuego bilateral), para dar el asalto final al poder.
A pesar de las atrocidades con las que las Farc pretenden reforzar su posición negociadora, algunos estiman que lo de La Habana es una bendición que debe continuar durante meses y años. La ideología de la paz a través de concesiones al terrorismo tiene ya varias décadas de existencia en Colombia, y tiene teóricos, acólitos, propagandistas y hasta una burocracia viajera. Algunas de esas personas son de buena fe. Pero esa buena fe descansa sobre una creencia muy particular. Quiero referirme a eso muy rápidamente, pues vale la pena.
Esos partidarios del diálogo con el terrorismo están convencidos de que el comunismo es, en última instancia, la “fase superior” de la democracia, la “incandescencia del liberalismo”. Ese erróneo credo fue instalado en las mentes de importantes jefes políticos del país. Por ejemplo, JE Gaitán, y su rival político liberal Alfonso López Pumarejo, creían eso en los años 1940, y desde entonces esa idea ha seguido su camino de forma casi secreta y ha sembrado la confusión más tremenda en las élites de los dos grandes partidos históricos colombianos.
Esa idea descansa sobre otra impostura: que la democracia es, sobre todo, la igualdad a secas (no la igualdad de derechos), y que el comunismo, aunque no puede establecer la igualdad total, suprime la desigualdad ante la propiedad, en la medida en que nadie es propietario de nada en el socialismo real. Ellos creían, y creen, que la democracia es únicamente el poder del pueblo, y que para avanzar hacia la anhelada igualdad una parte de ese pueblo, lo que Marx llamaba “el proletariado”, debe establecer su hegemonía, su dictadura, sobre las otras clases, capas y categorías sociales, todas caracterizadas como “decadentes”.
Así es como llegan a decir que los problemas sociales del país originaron la violencia comunista y que esos problemas serán arreglados con el famoso “cambio de estructuras”, con la erradicación de la democracia y del capitalismo. Esa es la vieja entelequia que las Farc tratan de re-servirle al país desde La Habana.
Pero esa sociedad otra, indefinida pero igualitaria, que proponen las Farc, y con la que parecen coincidir en parte los negociadores del presidente Santos en La Habana, nadie la piensa hoy, nadie la concibe, en ninguna parte del mundo civilizado. Es más, nadie acepta conseguirla mediante la violencia. En eso las Farc muestran su anacronía y su obsolescencia. Las sociedades modernas, todas, buscan ir hacia adelante mediante reformas pacíficas, mediante la discusión y el compromiso. Nadie quiere preservar el statu quo, claro, pero nadie busca superarlo mediante el chantaje y las bombas.
Sabemos que tales utopías son falsas y que con tales pretextos decenas de millones de personas fueron exterminadas en muchos países, comenzando por la Rusia soviética. Esos países fueron arruinados y llevados a un atraso que no conocían antes del comunismo. Durante 70 años esos países no progresaron, no se modernizaron desde el punto de vista moral, intelectual y espiritual. ¿Por qué? Porque una parte de esas sociedades, como lo dijo Soljénitsyne, había sido contaminada por la mentira. Tomemos por ejemplo, para finalizar, la gran mentira de que el comunismo y el fascismo son corrientes antagónicas.
“El bolchevismo y el fascismo son, en realidad, dos caras de la misma moneda”, decía Alexandre Yakovlev. El estimaba que eran “la medalla del mal universal”, que el terror bolchevique “tenía por meta hacer nacer una sociedad sin clases, sin impurezas, como el agua destilada”, y que el terror hitleriano tenía objetivos precisos: “limpiar toda Europa, en un primer momento, y el mundo, después, de las razas y pueblos considerados por él como “inferiores”, en primer lugar los eslavos, los judíos, los “amarillos” y los “negros”.
Lo paradoxal es que mucho antes de que Hitler escribiera al respecto y creara su monstruoso aparato de exterminación de judíos
en Europa, quien había expresado la idea de erradicar, aplastar, razas y pueblos enteros, quien había teorizado el genocidio y la limpieza étnica, fueron los padres del “socialismo científico”, Karl Marx y Federico Engels. En enero de 1848, en un artículo sobre los disturbios en Hungría, publicado en la revista que dirigía Karl Marx, la Nueva Gaceta Renana, Engels escribió que los serbios, los poloneses, los eslavos del sur, pero también los vascos, los escoceses y los bretones, debían ser aniquilados, pues eran pueblos sin futuro, “escorias” de la historia, que jugaban un papel “reaccionario”.
Ese punto de vista fue reiterado por Marx en otro artículo de 1852, donde condenó a la extinción a los criollos franceses y españoles de América Central, así como a los “puebluchos moribundos de los checos, los eslovenos, los dálmatas”, como recuerda muy bien el investigador británico George Watson. Esos artículos no fueron un accidente, un desliz momentáneo. Otros jefes de la corriente marxista, como Franz Mehering, biógrafo de Marx y amigo de Rosa Luxemburgo, los tradujeron y difundieron. Stalin, en su libro “Principios de leninismo”, de 1924, también recomienda la lectura de esos textos. Esos textos pudieron haber llegado a los ojos de Hitler por esa vía. Luego la idea de exterminar grupos y razas enteras hace parte del dogma socialista moderno. El escritor “progresista” Bernard Shaw, también se mostró, en 1933, partidario de la exterminación de pueblos. Bernard Shaw decía que el Estado socialista tenía todo el derecho de acabar con todos aquellos que no le eran útiles. Y, mucho antes que los nazis, propuso que fuera inventado un “gas humanitario” que llevara a la muerte “indolora” a la gente en caso de guerra y en los conflictos internos.
Bien, termino aquí para que podamos intercambiar opiniones, preguntas y respuestas, en la media hora que sigue.
Mil gracias.
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