LAS FARC, FRACASO DE UN TERRORISMO
El autor bogotano examina los orígenes de las otras bandas terroristas marxistas como el ELN, el EPL y el M-19 y describe los ríos de sangre que éstas provocaron. Un caso de ello fue el secuestro, tortura y posterior asesinato, por parte del M-19, de José Raquel Mercado, presidente de la central sindical obrera, CTC
Las Farc, fracaso de un terrorismo
Autor Eduardo Mackenzie
Por Carlos Romero Sánchez
El capítulo sobre Colombia para el Libro negro del comunismo poco a poco se está comenzando a escribir. La escritura es lenta frente al Niágara de libros basura acerca de las supuestas “luchas” de los marxistas colombianos -y otras corrientes revolucionarias- por la democracia y la libertad. Una de las páginas para el voluminoso capítulo del Libro negro la ha escrito Eduardo Mackenzie en su libro: Las FARC, fracaso de un terrorismo (Random-House-Mondadori-Debate, Bogotá, 2007, 569 páginas).
El analista bogotano somete a crítica la imagen idílica que presenta, por ejemplo, Medófilo Medina sobre la fundación del PCC. En la misma línea pone en evidencia la labor organizativa de varios agentes rusos en Bogotá durante los años 20 del siglo pasado. Un caso fue el de Silvestre Savitsky. Medina lo presenta como un hombre modesto que montó una tintorería y que en sus tiempos libres contaba anécdotas sobre la revolución rusa de 1917. Nada más alejado de la realidad. Para Mackenzie, la carta fundacional de la mitología –mentira- de la izquierda colombiana es la sangrienta huelga de las bananeras de noviembre de 1928. Uno de los promotores de la misma fue Raúl Eduardo Mahecha, un agente colombiano de la Internacional Comunista (o Komintern) y, a la vez, miembro fundador de la primera organización subversiva colombiana que tuvo contactos formales con la Komintern: el Partido Socialista Revolucionario (PSR) de María Cano. Las legítimas motivaciones de los huelguistas fueron hábilmente manipuladas y transformadas en acciones violentas por Mahecha. Mackenzie pone de relieve que la huelga de las bananeras no fue un acto espontáneo ni pacífico y desvela el decisivo papel de los agentes de la Komintern que actuaron como asesores de Mahecha y de Augusto Durán, futuro secretario general del PCC, en esa operación, como Kornfeder (americano), Rabaté (francés), Girón (mexicano) y Lacambra (español).
Uno de los capítulos más apasionantes, informativos e ilustrativos del libro son los sucesos del 9 de abril de 1948: “el Bogotazo”. Mackenzie analiza de manera profunda la gestación y ejecución de los desbordes criminales en Bogotá y en otras ciudades del país. El examen de tan significativo suceso aborda varios aspectos: el comienzo de la guerra fría, la relevancia de la IX Conferencia Panamericana en Bogotá, las idas y venidas a la capital colombiana de agentes comunistas extranjeros, el misterioso papel de un joven aventurero cubano, Fidel Castro, y el posterior trabajo de encubrimiento del PCC para que la responsabilidad del asesinato del líder liberal y las graves violencias no recayeran sobre los comunistas.
Tras el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, las destrucciones y violencias que surgieron en diversos lugares de Colombia no fueron reacciones espontáneas: hubo una cuidada planeación para exacerbar los ánimos de la gente, con agitadores entrenados en organizar sabotajes y disturbios. La violencia se desató al mismo momento en que el jefe liberal caía al piso. La intervención del comunismo internacional en la trama trágica del 9 de abril queda totalmente evidenciada en esas páginas. La teoría impuesta por el PCC y sus compañeros de ruta, de que fue la “oligarquía” quién mató a Gaitán, no tiene el más mínimo asidero en la realidad y reposa, por tanto, en las arenas movedizas de la machacona propaganda izquierdista. El enfoque de Mackenzie es novedoso y englobante. Supera el localismo de los pretendidos “estudios académicos” sobre el 9 de abril.
El autor aborda otro fundamental aspecto sobre el Partido Comunista Colombiano, la creación de su aparato de terror: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Su brazo armado no fue una creación para “proteger al pueblo” de los supuestos “ataques” del Estado “fascista” colombiano, ni tampoco tuvo su origen en el exitoso Plan cívico-militar de mediados de mayo de 1964 durante la presidencia de Guillermo León Valencia. La toma del poder, de la forma que sea, para instalar en Colombia una dictadura marxista bajo las órdenes de Moscú, antes (y del Foro de Sao Pablo, ahora), es un objetivo que el PCC no ha abandonado. Para tal efecto, el PCC, como lo exigía la Komintern, comenzó a conformar su aparato ilegal, al lado del legal. Su esfuerzo y paciencia obtuvieron los frutos esperados y lograron atraer a su seno a varios jefes guerrilleros liberales. De igual manera también atrajo a varios guerrilleros conservadores. Entre los guerrilleros liberales adoctrinados por el PCC estaba el jefe de banda armada José William Ángel Aranguren, alias ‘Desquite’. Mackenzie señala un dato capital sobre el temible jefe bandolero: ‘Desquite’ era miembro del PCC. Antes de la llegada de Aranguren a las filas comunistas, a finales de los años 40 e inicios de los 50, el resquebrajamiento de la unidad entre liberales y comunistas llegó a un punto culminante con la ruptura de los guerrilleros liberales de sus antiguos jefes comunistas. Para las filas del PCC se fueron Jacobo Prías Alape, alias ‘Charronegro’; Pedro Antonio Marín Marín, alias ‘Tirofijo’; Óscar Reyes, alias ‘Juanario Valero’; Jaime Guaraca, alias ‘Chucho’, y Marco Antonio Guaraca, alias ‘Cariño’, entre otros. Ese fue el germen de las FARC: el enrolamiento de antiguos guerrilleros liberales que involucionaron hacia el comunismo y la cooptación de diversos jefes bandoleros que provenían del liberalismo, del conservatismo y de sectas terroristas marxistas como el FUAR y el MOEC. La estela de sangre y terror marxista creció en aquellos años 40 y siguió hasta nuestros días. En este punto es importante subrayar la afirmación que hiciera uno de los miembros del PCC y jefe histórico de las FARC, Luis Alberto Morantes Jaimes, alias ‘Jacobo Arenas’: las FARC son partido. Es decir, las FARC hacen parte del PCC.
Para dar consistencia a su análisis, Mackenzie hace un excelente recorrido acerca de la fórmula leninista de “la combinación de todas las formas de lucha de masas” en el ámbito del comunismo colombiano. Aclara pertinentemente que ella no fue una creación o un “aporte doctrinal” o teórico del Gilberto Vieira White, secretario histórico del PCC. Lenin había comenzado a trabajar la tesis de la “combinación”, desde 1906 (ver su artículo La guerra de guerrillas), hasta julio de 1916. En su folleto, lzquierdismo enfermedad infantil del comunismo, Lenin explica que, para los bolcheviques, lo legal se combina con lo ilegal, se enaltece el odio como sentimiento revolucionario y se ordena ocultar la verdad. Los llamados al terror, a la violencia, al exterminio, pueblan las páginas de los libros del líder soviético. Eso no fue una desviación del marxismo. Todo lo contrario: proviene de los postulados de Marx en el Manifiesto Comunista. El analista político Jean François Revel en su ensayo La gran mascarada, cita la obra de George Watson, Los escritos olvidados de los socialistas, donde demuestra cómo el genocidio, la limpieza étnica, la matanza en masa, es una teoría propia del socialismo y cómo ello había sido exigido por Karl Marx y Frederich Engels, padres del llamado socialismo “científico”, en sus textos de 1849.
A lo largo del libro de Mackenzie nos damos cuenta que el PCC no tuvo que esperar hasta 1961 para adoptar la sentencia leninista de la “combinación de todas las formas de lucha de masas”, sino que dicha “combinación” comenzó desde el momento mismo en que los comunistas colombianos comenzaron su tarea para derribar la democracia, para instaurar un régimen dictatorial. Esto vale para otras sectas, como los trotskistas y maoístas. Es útil saber que el trabajo ilegal de todo comunista no consiste sólo en disparar un fusil. La infiltración en sindicatos, en la rama judicial, en el Ejército y en la Universidades privadas y públicas forma parte importante de la labor ilegal.
El autor bogotano examina los orígenes de las otras bandas terroristas marxistas como el ELN, el EPL y el M-19 y describe los ríos de sangre que éstas provocaron. Un caso de ello fue el secuestro, tortura y posterior asesinato, por parte del M-19, de José Raquel Mercado, presidente de la central sindical obrera, CTC. Gran parte de los cuadros de esos aparatos criminales provenían del PCC. En el caso del M-19, varios de sus integrantes militaban también en la ANAPO.
La llegada de la teología de la liberación a los círculos revolucionarios tampoco escapa del lente meticuloso de Eduardo Mackenzie. En Colombia, los asaltos contra el Evangelio fueron impulsados y auspiciados por el PCC desde el municipio cundinamarqués de Viotá. Para tener una mejor compresión del funesto alcance de la teología de la liberación el autor, acertadamente, valora la perspectiva internacional. Ésta es importantísima a la hora de examinar los estragos a que ha sido sometida la Iglesia Católica a causa de esa falsa teología. La utilidad política de la manipulación de los sectores católicos, tanto laicos como eclesiales, fue formulada por Fidel Castro en 1971 durante un viaje a Chile. Allí, el dictador comunista lanza la consigna de “una alianza estratégica entre los marxistas, la izquierda en general y los cristianos”. Poco a poco el salpicón ideológico será servido y sacerdotes y religiosas cambiarán o no sus hábitos para lanzarse a la aventura de construir el socialismo y así escapar del “capitalismo salvaje”.
El libro de Eduardo Mackenzie está muy bien documentado. A lo largo de sus de 569 páginas el autor nos sumerge no sólo en una historia del PCC sino en la historia de Colombia de los últimos 90 años: la rivalidad entre comunistas y gaitanistas, el Frente Nacional, la conformación de la Unión Nacional de Oposición (UNO) de obediencia comunista, los “diálogos” o “procesos de paz” fallidos entre el expresidente Belisario Betancur Cuartas (1982- 1986) y los diversos grupos terroristas marxistas, hasta llegar a los nefastos “diálogos” del Caguán durante la presidencia de Andrés Pastrana Arango (1998-2002).
Si deseamos que la democracia liberal en Colombia no sea derribada por las facciones antidemocráticas minoritarias que tratan de imponer, de manera solapada o abierta, la transgresión de los valores sobre los que descansan nuestras libertades, se hace necesario fortalecer y profundizar la batalla cultural e intelectual. No deja de ser sintomático que, aparte del libro de Mackenzie, el anterior publicado sobre la violencia marxista en Colombia –si hay otro(s) por favor háganlo conocer– fue en el año de 1963. Se trata del sospechosamente olvidado libro Un aspecto de la violencia de Alonso Moncada. Esa obra sólo tuvo una edición. ¿Por qué el revelador libro de Moncada no tuvo más ediciones? El escrito por Eduardo Mackenzie salió a luz en noviembre de 2007. Es decir, tuvimos que esperar 44 años para que otro libro denunciara contundentemente el asalto a que está sometida la democracia colombiana desde hace más de 70 años. No obstante, la batalla cultural para defender la democracia en Colombia del asedio de los marxistas y de sus idiotas útiles ha tenido brotes significativos. Es el caso reciente del portal Periodismo sin Fronteras del periodista bogotano Ricardo Puentes Melo. No desfallezcamos pues. La batalla de las ideas es necesaria y existe. Libros como el de Eduardo Mackenzie nos impulsan a seguir por esa vertiente muy poco explorada hasta ahora.
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