DE TUMBO EN TUMBO
Alarmado por sus amigos de la Gran Prensa, Santos vio que lo que aprobó el Congreso causaría indignación y decidió entonces ponerse a la cabeza de los indignados para no arriesgar la suya, prefiriendo sacrificar a su ministro Esguerra y al Congreso dominado por la Mesa de Unidad Nacional, que ya podría llamarse más bien de Impunidad Nacional
De tumbo en tumbo
Por Jesús Vallejo Mejía
Junio 24 de 2012
Cuando estalló el escándalo de la reforma judicial, recibí la llamada de una amiga que estaba muy inquieta con el revuelo que se había producido y quería saber mi opinión sobre lo que estaba ocurriendo.
Esforzándome en resumir el caso, aventuré la siguiente hipótesis:
Santos buscaba a todo trance que se aprobara lo que los escépticos llamamos el “Marco Jurídico para la Impunidad”, pero necesitaba comprar los votos del Congreso.
El precio del apoyo a tan discutible y poco discutida iniciativa que el Congreso evacuó a las volandas, no solo consistió en prebendas burocráticas y presupuestales. Era necesario algo más sustancioso y pienso que para tal efecto se urdió la reforma de la justicia, con el objetivo de convertirla, como en efecto se hizo, en una reforma política.
Como las altas cortes empezaron a torpedearla , a alguien se le ocurrió sosegarlas con el halago de la prórroga del período de los actuales magistrados. Tapándoles la boca, el Congreso quedaría con las manos libres para modificar las materias de índole judicial que más le interesaba resolver.
Reitero que todo esto es hipotético, pero tal vez no sea fantasioso.
Lo he hilado a partir de hechos conocidos, sirviéndome además de los agudos y valerosos escritos que al tema de la reforma de la justicia le ha dedicado Ramón Elejalde Arbeláez en “El Mundo”.
Elejalde me abrió los ojos cuando escribió que a su juicio la reforma judicial era una piñata, advirtiendo al mismo tiempo que su trasfondo era una reforma política llamada a resolver principalmente los problemas judiciales de los congresistas.
Esos problemas son reales y muy graves.
Dejemos fuera de debate que los congresistas no son dechados de corrección y dejan no poco que desear, lo que ha dado pie para que la Fiscalía, la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de Estado y la Procuraduría los mantengan en la mira, a menudo seguramente con buenas razones.
Pero de ese modo se ha producido un desbalance de poderes en beneficio de la rama judicial y los organismos de control.
Ese desequilibrio afecta a todas luces la independencia de los congresistas, que viven temerosos de la politización de la justicia y la judicialización de la política.
Siendo objetivos, hay que reconocer que esa situación ameritaba regularse de manera que se pudieran evitar los excesos de una justicia politizada, preservando al mismo tiempo dentro de justos límites la necesaria inviolabilidad de los congresistas.
Pero, ¿quién osaría ponerle el cascabel al gato proponiendo reformas al fuero, a la pérdida de la investidura, etc., a sabiendas de que cualquier iniciativa en ese sentido sufriría de inmediato la satanización de parte de una prensa que goza excitando al público con escándalos y debates contra los políticos?
Pues bien, la ocasión la pintaron calva cuando el gobierno se empeñó en el malhadado proyecto de justicia transicional y la iniciativa de una reforma judicial.
Ni cortos ni perezosos, los congresistas aprovecharon la oportunidad para introducir, so capa de esta última, los dispositivos tendientes a solucionar sus propias inquietudes. Y lo hicieron a ciencia y paciencia del gobierno, que no tenía otro remedio que seguirles el juego si quería sacar adelante el primero de esos proyectos.
Digo, entonces, que las dos iniciativas iban de la mano.
Mi amigo Jorge Rafael Vélez dio en el clavo cuando me comentó que, a su juicio, lo que yo he llamado el “Marco Jurídico de Impunidad para los narcoterroristas” anduvo en paralelo con lo que a él se le ocurrió denominar el “Marco Jurídico de Impunidad para los congresistas”.
Ambos estaban hermanados y el gobierno dejó que se moviera el segundo a cambio de que le dieran gusto en el primero.
Los congresistas cumplieron lo suyo y, aparentemente, el gobierno se estaba allanando a dejarlos obrar a su amaño en la reforma judicial trocada en reforma política, sin importarle los llamados a la sensatez que se le hacían desde distintos frentes.
Pero algo sucedió el día jueves, luego de dársele el puntillazo final a la reforma con el visto bueno del ministro Esguerra.
Pienso yo que, alarmado por sus amigos de la Gran Prensa, Santos vio que lo que aprobó el Congreso causaría indignación y decidió entonces ponerse a la cabeza de los indignados para no arriesgar la suya, prefiriendo sacrificar a su ministro Esguerra y al Congreso dominado por la Mesa de Unidad Nacional, que ya podría llamarse más bien de Impunidad Nacional.
Como dije en Twitter, Santos resolvió pasar de Judas a Pilatos, lavándose las manos y echándole el agua sucia al Congreso.
Acudió a un expediente discutible como el que más, consistente en invocar la posibilidad de formular objeciones por inconstitucionalidad e inconveniencia contra un acto legislativo, atribución para la que no sólo no está autorizado por la Constitución, sino que la Corte Constitucional implícitamente ha considerado que no cabe por no ser los actos legislativos materia de sanción presidencial. Así se desprende de las sentencias C-222 de 1997 y C-208 de 2005, entre otras.
Tratando de salvar su imagen ante el público, Santos ha generado un embrollo jurídico-político de enormes proporciones y muy inquietantes repercusiones. Opino que busca ocultar sus errores de manejo legislativo con nuevos errores más graves aún. Por eso he titulado este artículo “De tumbo en tumbo”.
Pasemos por alto su problema de credibilidad frente al público, que a juzgar por lo que se lee en Twitter anda de mal en peor, y el de lealtad con su Mesa de Impunidad Nacional, que no es de poca monta, para concentrarnos en su decisión de no publicar lo que aprobó el Congreso y devolvérselo a este con objeciones.
Rafael Nieto Loaiza acaba de escribir que con esta decisión Santos está generando un galimatías jurídico. Ni más ni menos, pues con tesis que van y vienen las discusiones pulularán sembrando el desconcierto.
Ya he expresado en Twitter y en declaraciones para “El Colombiano” mi opinión sobre el tema jurídico.
La resumo: acto legislativo reformatorio de la Constitución y ley son figuras distintas. El primero es ejercicio del llamado poder constituyente secundario; la segunda, de la función legislativa. El Presidente en nuestro sistema es colegislador y por ese motivo los proyectos de ley requieren su sanción para convertirse en leyes. El poder de objetarlos es parte de de sus atribuciones legislativas. Para las reformas constitucionales, en cambio, no se requiere sanción. Los actos legislativos se perfeccionan cuando los apruebe el Congreso. El papel del Presidente se limita a ordenar su publicación en el Diario Oficial para que entren en vigencia.
No entremos, sin embargo, en esta discusión y concentrémonos en el caso concreto.
Siempre y cuando lo aprobado en la conciliación que suscitó la controversia esté debidamente firmado por los presidentes de Senado y Cámara y los respectivos secretarios, Santos de hecho procederá a devolverlo con objeciones.
En cuanto a la fundamentación jurídica, ya sus asesores han encontrado algún fallo que con base en la Ley 5 de 1992 le ofrece una remota viabilidad. Como él no es jurista y su formación más bien lo lleva a desdeñar los íntringulis del derecho, con esa opinión se jugará sus restos.
¿Qué podría sucederle?
La primera alternativa consiste en que el Congreso responda que sus objeciones no son de recibo, bien porque constitucionalmente no proceden, ya porque el término para evacuarlas ya está vencido, dado que los actos legislativos deben debatirse en dos periodos consecutivos de una misma legislatura que ya pasó.
Con esta alternativa, el Congreso le devolvería el balón y el debate ya sería acerca de la publicación del acto legislativo.
La segunda alternativa, muy heterodoxa por cierto, sería que el Congreso abordara las objeciones.
Ahora bien, dada la controversia tan pugnaz que se ha producido alrededor del asunto, probablemente las aceptaría, dejando incólumes las disposiciones no objetadas. Santos, en consecuencia, procedería a publicar el acto legislativo con exclusión de la parte objetada.
Después de ello, con toda seguridad habría demandas ante la Corte Constitucional, bien por vicios de trámite, ya porque se ponga en cuestión lo decidido acerca de las objeciones, ora por la nebulosa causal que remite al espíritu de la Constitución. Pero ya habría pasado esta tormenta.
Con esta alternativa, todos aparentemente saldrían airosos del incidente. Pero, no indemnes.
Santos tendría que pagarle un precio muy alto al Congreso por haberlo humillado y traicionado. Eso lo veremos cuando se discuta la reforma tributaria y entre en juego el tema de la reelección.
Y queda sobre el tapete un delicadísimo tema institucional, pues el cercenamiento del papel constituyente del Congreso le daría al Presidente un poder inaudito, el de paralizar las reformas constitucionales que no sean de su agrado.
Leí esta mañana unas muy juiciosas declaraciones que dio para El Colombiano mi apreciado discípulo y amigo, el consejero Marco Velilla, acerca de la desinstitucionalización que estamos presenciando por obra de un gobierno que es muy poco respetuoso del derecho.
Este es tema que habré de examinar más adelante.
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