EL EMBRUJO TERRORISTA
Con Uribe se acabó el lenguaje diplomático, melifluo y condescendiente. Un impuesto de patrimonio financió la reconstrucción de los cuarteles y los policías regresaron
EL EMBRUJO TERRORISTA
Por José Obdulio Gaviria
En septiembre del 2002, terroristas atacaron una población nariñense. Uribe, alertado, se puso al frente del contraataque: -Que despeguen los helicópteros que están en Cali -ordenó. -No se puede, señor Presidente, los helicópteros son del ‘Plan Colombia’, exclusivos para luchar contra la droga, no para el ‘conflicto armado’. Incrédulo, Uribe dijo que las tropas llegarían a defender a la comunidad en lo que fuera: “a pie, en mula, en camioncitos”, mientras levantaban la absurda restricción. Teóricos zurumbáticos calificaron por años a las Farc como ‘oposición armada’ e indujeron a hacer declaraciones de neutralidad y a admitir delegados o ‘diplomáticos’ del terrorismo.
Los antecesores de Uribe dedicaron sus mejores esfuerzos a ‘amansar’ a los terroristas y a intentar una ‘solución negociada’. Una carta de Samper al canciller de Alemania, Kohl, es tan tierna con los terroristas, que parece que le estuviera hablando de algún sobrino díscolo: “Su Excelencia: la actividad de la guerrilla continúa ofreciendo las mayores dificultades, sin que las propuestas de reconciliación hayan sido consideradas. Estimaríamos de conveniencia (…) propiciar un diálogo útil y constructivo (con Farc y Eln) que permita alcanzar un sano entendimiento y la paz duradera”.
Palabras apaciguadoras inmovilizan a las tropas. Ciudadanos de más de 200 municipios quedaron desprotegidos, sin cuarteles de policía, porque las Farc los destruyeron. Parodiando a Maquiavelo, el caos se acentuó, porque a un príncipe débil sucedió otro más débil; 40.000 kilómetros de territorio fueron despejados y los habitantes, abandonados a su suerte. Pero esa guerrilla a la que muchos adularon y trataron como ‘fuerza insurgente’, representante de reivindicaciones populares, embrión de un nuevo Estado (The Washington Post calculaba que triunfaría en cinco años), la guerrilla, digo, desilusionó a todos con su catadura asesina y vandálica.
Con Uribe, el cuento de que estábamos en una guerra civil o conflicto interno armado se difuminó: el tal mando unificado mostró ser una caterva que nunca se reunía o fingía ‘Plenos virtuales’; lo del control territorial era una ilusión que se desvaneció, pues cuando el Estado decidió regresar a los municipios, salieron despavoridos. Y lo único que aprendieron las Farc de DIH fue que una fuerza beligerante podía tomar ‘prisioneros de guerra’. Creyéndose tal, secuestraron soldados y policías y los ofrecieron como mercancía de canje para ‘intercambios humanitarios’.
Con Uribe se acabó el lenguaje diplomático, melifluo y condescendiente. Un impuesto de patrimonio financió la reconstrucción de los cuarteles y los policías regresaron. Varias oenegés nacionales y extranjeras pusieron el grito en el cielo e intentaron impedirlo, alegando que un ‘actor del conflicto interno’, la policía, no podía instalarse en medio de los civiles (ajenos al conflicto); que eso equivalía a usar la población civil como ‘escudos humanos’, en franca violación del DIH. ¡Uribe no respeta el principio de distinción!, dijeron.
Cuando supieron que, además, la policía tenía instrucciones de conformar grupos de cooperantes; pagar recompensa a informantes; y que se conformarían batallones de soldados campesinos, los expertos ‘conflictólogos’, como viudas orientales, rasgaron sus vestiduras y arrancaron sus cabellos, gritando que Uribe no sabía o no quería saber nada de DIH. Fue cuando él les respondió: “¡No reconozco en los grupos violentos (ni guerrilla ni paramilitares) la condición de combatientes; mi gobierno los señala como terroristas!”.
Hay señales ominosas de que estamos regresando al embrujador lenguaje que ya alguna vez nos impuso el terrorismo. ¿Será que al perro sí lo capan dos veces?
Mayo 11 de 2011
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