EL JUEZ GARZÓN, GURÚ DE LA “JUSTICIA TRANSICIONAL”
Condenan a los militares que defendieron el Palacio de Justicia en 1985 y absuelven y protegen a quienes planearon esa matanza. Condenan a los paramilitares (o considerados como tales) y absuelven a los Farcpolíticos
El juez Garzón gurú de la “justicia transicional”
Por Eduardo Mackenzie
26 de febrero de 2012
Lo más chocante de la “justicia transicional” es que reduce a cero la soberanía de los Estados. No la soberanía de todos los Estados. Sólo de aquellos que permiten, por desorientación o por desidia, que ésta sea cuestionada o incluso maltratada por terceros. Las eminencias de la “justicia transicional” consideran, sin decirlo abiertamente, que hay países más fáciles que otros. Que hay países que se prestan a hacer el triste papel de ratas de laboratorio para que esa “justicia” monte experimentos. Y que hay países que hacen respetar su soberanía y que jamás toleran ese tipo de intrusiones.
En la primera categoría están los países del llamado Tercer Mundo a los cuales se les suele imponer cambios jurídicos bajo la etiqueta equívoca de ser “exigencias de la comunidad internacional”.
El otro gran defecto de la justicia “transicional” es que no es imparcial. Es una justicia basada en la lógica perversa del amigo/enemigo. Ella obra sólo contra aquellos que considera adversarios, pues deja de lado la presunción de inocencia. Esa justicia tiene obsesiones. Un ejemplo: nunca se interesó por criminales como Fidel Castro, ni por dictadores tipo Kim Jong Il, ni por tiranos como Daniel Ortega o Hugo Chávez. Ella se ufana de haber atacado gente como Augusto Pinochet y Alberto Fujimori, pero ha hecho lo mismo contra demócratas que ella ve como “fascistas”, como Henry Kissinger, Silvio Berlusconi y George Bush, entre otros. Otro blanco preferido de la justicia transicional: los gobiernos de Estados Unidos e Israel.
En 1995, cuando Fujimori proclamó una ley de amnistía para cerrar las heridas dejadas por la lucha contra el terrorismo, en especial contra Sendero Luminoso, 67 grupúsculos de izquierda acudieron a la Corte Interamericana de Derechos del Hombre para que la anulara. ¿Por qué? Porque la justicia peruana se negaba a hacerlo. Así, la CIDH, apelando a la justicia transicional, sentenció que esa ley “no coincidía” con los principios de la democracia. Y la ley se fue al suelo. Y Fujimori fue condenado, en 2009, por “responsabilidad indirecta”, por una matanza que él no había ni ordenado, ni cometido.
La justicia transicional pretende impedirle a los países de América latina y de África decidir cómo cerrar ellos mismos los capítulos dolorosos de su historia. Quien tiene ese derecho, según la “justicia transicional”, es una burocracia externa, no elegida por nadie e integrada por “expertos”, algunos de los cuales militaron en grupos extremistas. La frase clave de todos ellos es: “Un Estado (del Tercer Mundo) no debe jamás ser autorizado a establecer tal jurisdicción por él mismo”.
El autor de esa frase, el jurista Ruffin Viclère Mabiala, explica en un libro apologético sobre ese tema[i] que la justicia transicional es para los de ruana, para los países que se dejan vapulear por el primer aparecido que dice ser la encarnación de la “modernidad” y de una justicia nueva y “más progresista”. Como ha ocurrido en Uganda, Ghana, Sierra Leona, Sudáfrica, Ruanda, Guatemala, Argentina, Perú, El Salvador y Haití, entre otros.
Mabiala admite, sin embargo, que en Europa y Estados Unidos, “la protección de los derechos del Hombre depende únicamente de las cortes de esos países y que nadie del exterior puede interferir esa soberanía”. Y agrega: “Las modalidades de la justicia transicional no pueden violar (en Europa y Estados Unidos) las decisiones de esas cortes, pues éstas priman sobre los veredictos de las comisiones de verdad y reconciliación” (de la llamada justicia transicional).
Pero sí las puede violar en los otros países.
Sobre estos últimos Mabiala agrega: “En materia de justicia y de responsabilidad, conviene admitir que si ciertos países tienen la capacidad para impartir justicia tras los crímenes en gran escala cometidos en su territorio, hay otros, en cambio, que tienen necesidad más bien de una asesoría fuerte de la comunidad internacional para entablar la acción judicial y establecer los mecanismos de verificación de los hechos” (p. 159). La justicia transicional es, también, “un dispositivo de reescritura de la historia”, confiesa Mabiala (ps. 28 y 121).
Quien quiera saber qué hay detrás de la justicia transicional debe leer ese libro (no hay traducción al español todavía). Vea esta perla: “El enjuiciamiento de los responsables de crímenes de genocidio, de crímenes de lesa humanidad y de crímenes de guerra no constituye para nada un elemento esencial de la justicia transicional. El objeto fundamental de esta justicia es la búsqueda de la verdad. La inculpación en las situaciones de transición política caótica es completamente secundaria frente a las reparaciones, al examen detallado de los hechos y de las reformas institucionales.” (p. 68). Si esa declaración no es clara, me pregunto qué podría serlo.
En otras palabras: la justicia transicional no es una justicia, es una vía para disculpar a los grandes criminales.
Creyendo que España caería en la categoría de los países que permiten que otros reescriban su historia y violen su soberanía, el juez Baltasar Garzón decidió desconocer la ley de amnistía de 1977 que hizo posible la transición y cerró el período más difícil de la historia de ese país. Esa ley impide investigar los crímenes cometidos tanto por el bando nacional como por el bando republicano durante la guerra civil. A sabiendas de que cometía un delito, Garzón se declaró competente para investigar, en 2008, la desaparición de más de 100 000 personas de aquel periodo.
Pero como España no es una república bananera ni admite que sus leyes sean anuladas por iluminados, la justicia rechazó su pretensión y puso a Garzón en su sitio: el 7 de abril de 2010 lo condenó por “prevaricación judicial”. Pues él había “desconocido principios esenciales del Estado de derecho como los de la legalidad penal e irretroactividad de la ley penal desfavorable”. También le fue reprochado el “desconocimiento objetivo de leyes democráticamente aprobadas, como la ley de Amnistía 46/1977” y el hecho de haber iniciado un procedimiento “consciente de su falta de competencia y de que los hechos denunciados ya carecían de relevancia penal”.
Peor, el 9 de febrero de 2012, el Tribunal Supremo lo condenó de nuevo por prevaricación y lo inhabilitó por once años por haber ordenado escuchas ilegales en otro proceso (caso Gürtel).
Baltasar Garzón es la figura más conocida de la izquierda judicial internacional. Gran especialista en el arte de hostigar a la derecha, se convirtió, en 1993, en diputado socialista hasta que entró en conflicto con su jefe, Felipe González, y regresó a su oficio. En 2008, acusó al general Francisco Franco, muerto en 1975, y a 34 de sus antiguos generales y ministros, de crímenes de lesa humanidad. Y, a renglón seguido, ordenó la exhumación de 19 fosas comunes.
Lo que escandalizó a España fue la parcialidad de la acción de Garzón: él quería limitar su investigación a los delitos cometidos por los franquistas. No quería saber nada de las atrocidades cometidas por el campo adverso, los republicanos. ¿Por qué? Porque ese bando estaba dirigido por comunistas, liberales, trotskistas y anarquistas. Bajo la dominación de los stalinistas pro Moscú, esa gente organizó escuadrones de la muerte que asesinaron a más de 70.000 personas, entre ellos sacerdotes, monjas y civiles de clase media, e impusieron un verdadero reino de terror en España, lo que contribuyó en gran medida al triunfo del campo nacionalista.
Ante el sectarismo de Garzón, juristas conservadores entablaron demanda. Lo
acusaron de politizar la justicia y de tratar de utilizarla como instrumento de vendetta personal contra “la derecha”.
En un fallo de 14 páginas, la Audiencia Nacional concluyó que Garzón había manipulado el curso de la justicia por violar a sabiendas la ley de amnistía de 1977 que protege a todas las partes, incluidos a los miembros de la dictadura franquista, de persecución judicial.
El magistrado Luciano Varela Castro denunció que Garzón, “consciente de su falta de jurisdicción y de que los delitos denunciados carecían de relevancia penal cuando inició el procedimiento, construyó un argumento inventado para justificar su control del proceso que inició”. Ver:
http://www.elpais.com/elpaismedia/ultimahora/media/201004/07/espana/20100407elpepunac_1_Pes_PDF.pdf
Esas andanzas de Baltasar Garzón inquietan a Colombia. Pues él, bajo el auspicio de la OEA, trabaja como asesor del presidente Santos y no se sabe qué es lo que está haciendo. Al mismo tiempo, el Congreso de Colombia tramita, en el mayor sigilo y casi que a espaldas de todos, pues la prensa no informa o informa con cuentagotas, una reforma que tiene por objeto introducir en la Constitución la funesta “justicia transicional”.
Presentada el 12 de septiembre de 2011, esa reforma será, para el senador Roy Barreras, el alfa y omega de la justicia colombiana, el instrumento que permitirá “terminar del conflicto armado interno y el logro de la paz estable”.
El carácter unilateral de la justicia transicional, su voluntad de reescribir la historia, reabrir las heridas, polarizar la sociedad, sancionar a unos y dejar sin sanción a otros, está lejos de ser una panacea y podría, por el contrario, tener desarrollos escalofriantes en Colombia, donde algunos aseguran que la violencia comenzó con los paramilitares en 1978 para dejar de lado, sin memoria y sin castigo, los crímenes que las guerrillas comunistas cometieron desde antes del inicio mismo del Frente Nacional en 1957.
¿No es esa selección maquiavélica lo que ya están aplicando? Condenan a los militares que defendieron el Palacio de Justicia en 1985 y absuelven y protegen a quienes planearon esa matanza. Condenan a los paramilitares (o considerados como tales) y absuelven a los Farcpolíticos.
Con tales antecedentes, la llamada justicia transicional podría no aportar nada bueno y ahondar aún más la crisis de la sociedad colombiana.
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