EL VERDADERO MENSAJE DE NELSON MANDELA
Tras la masacre de Sharpeville, en mayo de 1960, que dejó un saldo de 69 manifestantes antiapartheid muertos, Mandela creó y dirigió la Umkhonto we Sizwe (“lanza de la nación”), rama terrorista de la muy pro soviética ANC. Ese grupo realizó, sólo entre 1961 y 1964, 134 atentados
El mensaje verdadero de Nelson Mandela
Mandela no fue pues un pacifista ni un adepto de la no violencia, como proponen los que lo equiparan hoy a un Gandhi o a un Martin Luther King
Por Eduardo Mackenzie
7 de diciembre de 2013
La grandeza de Nelson Mandela reside en que supo renunciar a la violencia y al odio y dedicarse a reconstruir, en paz, la fraternidad entre los sudafricanos. La alta estatura moral que él conquistó con su actitud, confirmada por la legítima ola universal de emoción que genera su fallecimiento, se debe menos a los 27 años que pasó en Robben Island y tres cárceles más, que a su histórico gesto de renuncia definitiva y sincera a una trayectoria de violencia en la lucha contra el apartheid.
Tras su puesta en libertad el 2 de febrero de 1990 por orden del presidente sudafricano Frederick de Klerk, quien estimaba que el apartheid no tenía futuro, Mandela logró llegar a un acuerdo con éste gracias al cual ese régimen de segregación racial, instaurado en 1948, fue abolido. Desde ese momento, el ex abogado y agitador Nelson Mandela preconizó la renuncia a la lucha armada que él había ayudado a introducir como doctrina en su partido, el Congreso Nacional Africano (ANC), y defendió sin descanso, contra el querer del ala más radical de éste, la tesis de la paz y la reconciliación con la minoría blanca. Tras culminar las difíciles negociaciones que permitieron la democratización del país (entre 1990 y 1992), Mandela y De Klerk recibieron el Premio Nobel de la Paz en 1993. Al año siguiente, la primera elección general y multirracial de Sudáfrica, basada en el principio de un hombre un voto, llevó al poder a Mandela y a su partido.
Mandela no fue pues un pacifista ni un adepto de la no violencia, como proponen los que lo equiparan hoy a un Gandhi o a un Martin Luther King. Tras la masacre de Sharpeville, en mayo de 1960, que dejó un saldo de 69 manifestantes antiapartheid muertos, Mandela creó y dirigió la Umkhonto we Sizwe (“lanza de la nación”), rama terrorista de la muy pro soviética ANC. Ese grupo realizó, sólo entre 1961 y 1964, 134 atentados. Por esa actividad, considerada como alta traición, Mandela fue condenado en 1964 a cadena perpetua. El atentado más sangriento que involucra indirectamente su responsabilidad fue el de Church Street, en Pretoria, en mayo de 1983, donde murieron 18 personas y otras 210 fueron heridas tras la explosión de un vehículo repleto de dinamita. En su libro Es largo el camino de la libertad, Mandela confiesa haber aprobado desde la cárcel esa “operación”.
Durante todos esos años Mandela estuvo convencido de que el comunismo y la violencia sacarían a Sudáfrica del apartheid y de la miseria. Reconocer ese error y repararlo mediante el inicio ulterior de un proceso político pacífico y un compromiso real con sus antiguos enemigos, que facilitará la instalación de un gobierno de unidad nacional que fue capaz de dotar a Sudáfrica de una constitución democrática que no rompía con la economía liberal y se abría a las más amplias reformas, hizo de Nelson Mandela un líder excepcional.
Excepcionalidad que no ha servido de ejemplo en América Latina, donde los partidarios del comunismo y del terrorismo más abyecto, como es tan visible sobre todo en Colombia, siguen en la barbarie de siempre, con acciones armadas a diario y tramposas conversaciones “de paz” destinadas a destruir la democracia, como si nunca hubieran descubierto cual es el mensaje verdadero de Nelson Mandela.
Otra cosa es lo que los herederos del primer presidente sudafricano negro harán con su obra. Por el momento, las perspectivas no son optimistas. El auge económico que siguió el ascenso de Mandela al poder, ha cedido ante la crisis. La emergencia de una burguesía más y más multirracial no ha impedido el renacimiento de los viejos antagonismos. El programa de retrocesión de tierras, mediante expropiación con indemnización, no avanza ante los problemas de financiamiento del mismo. El 90% de las fincas de blancos así traspasadas a negros, en el marco de la reforma agraria, está en quiebra y fragmentada en pequeños lotes.
Por otra parte, un aumento del odio racial, impulsado por extremistas de la ANC, como Julius Malema, conocido por su corrupción y sus arengas a favor del asesinato de blancos, explica el incremento de los asesinatos de agricultores blancos (hubo una centena en 2010) lo que incentiva la creación de milicias de autodefensa afrikáners, quienes se dicen víctimas de un apartheid al revés. La creación del polémico sistema del BEE (Black Economic Empowerment) favoreció la emergencia de una pequeña oligarquía negra de negocios que no ha aportado mejoras sociales a la población más necesitada, ni facilitado el prometido reparto de riqueza entre negros y blancos. Todo lo contrario. La matanza de Marikana, en la que policías mataron a 34 huelguistas en una mina, en agosto de 2012, fue la mayor masacre desde el fin del apartheid. Lo más chocante es que Cyril Ramaphosa, actual vicepresidente de la ANC, está ligado a la firma propietaria de esa mina. Ello mostró los excesos a que puede llegar el llamado capitalismo negro sudafricano.
Finalmente, los límites de la llamada “justicia transicional” que Mandela trató de aplicar durante su mandato, quedan expuestos a la luz de esta particular evolución.
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