ESTRATEGIAS PERVERSAS
Sergio Jaramillo puede ser un infiltrado de la extrema izquierda que se coló a través de Marta Lucía Ramírez y Juan Manuel Santos como asesor político del ministerio de Defensa y luego como Viceministro del ramo. Las FARC lo llaman “Stalincito”
Estrategias perversas
Sergio Jaramillo puede ser un infiltrado de la extrema izquierda que se coló a través de Marta Lucía Ramírez y Juan Manuel Santos como asesor político del ministerio de Defensa y luego como Viceministro del ramo. Las FARC lo llaman “Stalincito”
Por Jesús Vallejo Mejía
Mayo 2 de 2014
El proceso electoral en curso muestra a las claras las perversiones de nuestra democracia.
Se supone que en una democracia bien instituida se busca que la ciudadanía reciba información suficiente acerca de las ideas, los programas, las personas y los equipos políticos que aspiran ser favorecidos por su voto.
Se supone también que cada ciudadano debe gozar de libertad para expresar y recibir informaciones, así como para deliberar con los demás y asociarse con quienes tengan puntos de vista afines a los suyos.
En fin, se supone que su voluntad política debe formarse a partir de la reflexión racional acerca de lo que más convenga a la comunidad como un todo, así ello eventualmente contradiga sus propios intereses.
En suma, la suya debe ser una voluntad guiada por un honrado espíritu cívico, lo cual no solo implica condiciones intelectuales aptas para recibir y asimilar información, sino condiciones morales para obrar con rectitud, serenidad y ecuanimidad.
La idea democrática en boga parte de la base de que es posible distinguir una esfera de lo público y otra de lo privado, de suerte que cada ciudadano separe lo uno de lo otro.
Parafraseando lo que dice el Evangelio, la idea es que se dé a lo público lo que es de lo público, y a lo privado, lo que es de lo privado. Se habla, entonces, de una razón pública que debe constituirse y actuar de acuerdo con procedimientos y criterios diferentes de los que los individuos siguen en sus asuntos privados. Y se reconoce que en la primera no solo hay una dimensión ética más vinculante, si se quiere, sino que lo público de suyo tiene mayor relevancia axiológica que lo privado.
La filosofía política actual señala que hay un pluralismo inevitable y además necesario de personalidades, experiencias, ideas, opiniones, intereses, propuestas y cursos de acción social que compiten entre sí, dando lugar a diversas tendencias que tratan de ganar el favor de la opinión pública y obtener el voto mayoritario en los procesos electorales. Ninguna de esas tendencias goza a priori de la presunción de ser más indicada que las demás para realizar los fines de beneficio común que sea posible obtener de acuerdo con las circunstancias que se den en las comunidades al momento en que estas deban decidir. Todas ellas, por consiguiente, deben gozar de igualdad de oportunidades para llegar a la ciudadanía, que es el supremo juez llamado a decidir acerca de sus ventajas y desventajas.
Ello significa que cada tendencia política debe considerar que le toca coexistir con las restantes, por lo cual debe estructurarse y actuar de modo congruente con el esquema pluralista, de suerte que su triunfo no implique la exclusión de otras hacia el futuro.
De ahí, la idea de que la competencia democrática ha de transcurrir de acuerdo con reglas de juego limpio, el “Fair play” de que hablan los anglosajones.
Ese juego limpio presupone que no haya ventajas especiales para ninguna propuesta, salvedad hecha de las implícitas a sus propios
contenidos por su coherencia interna y su adecuación a los datos sociales a los que pretende aplicarse.
También exige el juego limpio que en el debate público se respete a los llamados a decidirlo, sin engaños, trampas, presiones, intimidaciones, violencia ni sobornos.
Dicho de otra manera, ese juego limpio debe ser transparente.
Las exigencias éticas del juego democrático implican, por consiguiente, que entre los diferentes actores medie un acuerdo sobre lo fundamental, vale decir, sobre reglas y valores que hagan posible que la ciudadanía elija razonablemente, que quienes triunfen realicen sin obstáculos sus proyectos y que los perdedores tengan oportunidad para ejercer su función crítica y lograr que en el futuro sus propuestas salgan avantes si convencen a las comunidades de sus méritos.
Hasta acá, todos estos enunciados parecen verdades de Perogrullo.
De cierto modo, lo son; pero no sobra recordarlos ni señalar que, a pesar de su aparente obviedad, entrañan tremendas dificultades teóricas y prácticas que son el dolor de cabeza de los pensadores que se ocupan de ellos. Por eso hay tanta literatura sobre la teoría y la práctica de la democracia, trátese de los países avanzados que creen gozar de democracias maduras y estables, como de los que, como el nuestro, apenas están en proceso de consolidar unas instituciones dignas de llamarse democráticas, calificativo cuyo significado, la verdad sea dicha, está lejos de haberse definido de modo contundente.
En efecto, la primera discusión que se presenta cuando se habla de democracia versa sobre cuál es la verdadera democracia, en contraste con la falsa o la deficiente.
Ello ocurre porque la idea democrática parte de unas premisas que en rigor están preñadas de ingredientes míticos, como la voluntad general, la autonomía individual, la distinción radical entre lo público y lo privado, la igualdad de los ciudadanos, el origen contractual de las colectividades, la legitimidad del poder, la representación, la infalibilidad de la mayoría o la de los jueces, la racionalidad de la acción política o el carácter diáfano de los valores que a través de ella se trata de realizar.
Veamos, a la luz de la teoría corriente de la democracia y sin detenernos en sus dificultades, si el proceso electoral en que estamos inmersos se ajusta, así sea de lejos, a sus postulados.
La sabiduría popular tiene un dicho muy elocuente, según el cual “A la hora del desayuno se sabe cómo será el almuerzo”.
Pues bien, ya desayunamos electoralmente el 9 de marzo pasado, cuando la ciudadanía concurrió a votar por candidatos al Senado y la Cámara de Representantes.
A esos comicios me referí en el artículo titulado “Un proceso nada edificante”. No sobra volver sobre algunos de los temas ahí mencionados: abstención, compra de votos, presión de los grupos armados ilegales, presión de las “maquinarias políticas” sobre los votantes, irregularidades en el funcionamiento del sistema electoral hasta el punto de que no sabemos todavía cuál va a ser la composición precisa del próximo Congreso.
Lo que sí sabemos ya es que hubo no solo un monstruoso fraude, sino una descomunal compra de votos favorecida por la “mermelada” oficial, que le dio al Partido de la U (que bien haría en cambiar su nombre por el de Partido de las Musarañas) un denigrante primer lugar en los escrutinios. De ello me ocupé en el artículo “La torcedura de la U”.
Todo indica que de nuevo el próximo 25 de mayo incurriremos en los vicios del pasado 9 de marzo, y que, como lo cree mucha gente, Santos tratará de robarse las elecciones. Según un comentario que me llegó vía Twitter, el “Fenómeno del Ñoño” está en auge en la Costa atlántica, obviamente con la aquiescencia del Presidente-candidato, quien es su gran beneficiario.
En la presentación que anoche hicieron los candidatos presidenciales en Teleantioquia, en foro al que Santos no asistió, Enrique Peñalosa lanzó una gravísima acusación: el Presidente-candidato está gastando millonadas del presupuesto público haciéndole propaganda a su fementido “Proceso de Paz”, abusando de ese modo de su posición dominante.
El abuso de esa posición dominante se advierte también en las denuncias que viene haciendo el expresidente Uribe acerca de las presiones que Santos ejerce sobre los alcaldes, fijándoles cuotas de votación en favor suyo a cambio de la promesa de auxilios para las obras municipales.
A esos y muchísimos otros abusos que deberían investigar oportunamente la Procuraduría General de la Nación y la Contraloría General de la República, dado que la Fiscalía está en manos de un títere de Santos y la autoridad electoral está bajo el control de la mal llamada Mesa de Unidad Nacional, se suma la propaganda mentirosa con que se pretende engañar al electorado acerca de las muy discutibles realizaciones del actual gobierno y, sobre todo, de los diálogos que sostiene con los capos narcoterroristas en La Habana.
Anoche vi en la televisión a Santos hablando maravillas de los negociadores a quienes les ha encomendado la difícilisima gestión de convenir la paz con los delegados de una de las organizaciones narcotraficantes más fuertes del mundo, que exhibe “el récord de terror en la región”, según el Informe Anual sobre Terrorismo en 2013 del Departamento de Estado norteamericano publicado ayer
También ayer publicó “El Mundo” un demoledor artículo de mi gran amigo José Alvear Sanín, que pone al descubierto las falencias del suntuoso equipo negociador de que se ufana Santos. El escrito se denomina “Evaluación de los negociadores” y puede leérselo pulsando el siguiente enlace:
http://www.elmundo.com/portal/opinion/columnistas/evaluacion_de_los_negociadores.php
Según Alvear, el equipo se reduce en realidad a dos personajes: Humberto de la Calle Lombana y Sergio Jaramillo Caro, pues los generales Mora y Naranjo, da pena decirlo, parecen ser convidados de piedra.
El primero es un hombre amable que ha ocupado importantes posiciones en el sector público y goza de renombre en el mundo de los abogados. Desafortunadamente, dentro de sus prendas y tesoros no se cuenta el carácter. Horacio Serpa lo definió lapidariamente en desafortunada ocasión: “No es ni chicha ni limoná”.
El otro, que según Enrique Santos Calderón es el ideólogo de la negociación con las Farc, es un enigma. Todo da a entender que es él quien lleva las riendas del proceso, pues ocupa el cargo de Comisionado de Paz. Pero el gran público ignora sus antecedentes y no sabe cuál es su autoridad intelectual, política y moral para disponer casi en secreto con los capos sobre la suerte de la República.
Un muy buen amigo que no es dado a la publicidad y mantiene en reserva su nombre, ha llegado a conclusiones muy inquietantes sobre el personaje. Teme que sea un infiltrado de la extrema izquierda que se coló a través de Marta Lucía Ramírez y Juan Manuel Santos como asesor político del ministerio de Defensa y luego como Viceministro del ramo. Según se dice, como estudió en Moscú y habla ruso, los de su contraparte de las Farc lo apodan “Stalincito”.
Sin hurgar mucho en el asunto, cabe formular una pregunta elemental:
¿Qué hace un doctor en Filología Clásica hablando del nuevo régimen de ordenación territorial de las comunidades al que, en alianza con las Farc, se sujetarían el campesinado y los empresarios del sector agropecuario? (Vid.http://www.eltiempo.com/justicia/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-12796874.html).
Sobre los planes que esboza Jaramillo en sus escasas intervenciones públicas, ha hecho Libardo Botero un sesudo escrutinio al que acá remito para futura memoria:
Oscar Iván Zuluaga le ha pedido públicamente a Santos que diga qué es lo que les está entregando a las Farc en La Habana.
Santos responde con evasivas, acusando de mentirosos y saboteadores a los que expresan sus dudas sobre lo que podría estar ya acordado o en vía de definición acerca de impunidad de los capos, elegibilidad de ellos para cuerpos colegiados, zonas de reserva campesina, circunscripciones especiales, narcotráfico, entrega de armas por parte de los guerrilleros, régimen de las Fuerzas Armadas y otros tópicos de evidente interés para los colombianos, de los que se ocupó ayer Jaime Restrepo en inquietantes declaraciones que dio para La Hora de la Verdad.(Vid. http://www.lahoradelaverdad.com.co/hace-noticia/jaime-restrepo-abogado-representante-de-victimas-de-la-guerrilla-de-las-farc-en-colombia.html)
Santos pide prácticamente que le giremos un cheque en blanco para la continuación de un proceso sobre cuyos pormenores estamos a oscuras y del que no sabemos qué límites podría tener, dado que los mentirosos inamovibles que planteó en su discurso de posesión del 7 de agosto de 2010 ya se esfumaron.
Los defensores de Santos dicen que no nos preocupemos, pues lo que se decida en La Habana se someterá a refrendación popular y entonces los colombianos podremos decir si lo aprobamos o lo rechazamos. Sobre esta candorosa posición habré de ocuparme en otra oportunidad, pues su análisis exige hacer consideraciones de hondo calado que desbordan lo que quiero poner de presente en este escrito. Me limitaré a decir que tras de ese plan anida una trampa mortal para la institucionalidad colombiana.
Todos los candidatos que intervinieron anoche en Teleantioquia estuvieron de acuerdo en que hay que ponerles condiciones a los diálogos con las Farc. El único que cree que van por buen camino es Santos, en contravía de lo que en las encuestas manifiesta más del 60% de la opinión colombiana.
A los engaños que median en torno de los diálogos con las Farc, se suman las maquinaciones del célebre asesor político J. J. Rendón, que acaba de hacer presencia física para orientar la campaña reeleccionista.
Rendón no es un ideólogo, ni un activista político. Es un propagandista cuya especialidad es la promoción de la imagen de su cliente, la difamación de sus opositores y la manipulación emocional del electorado. Utiliza las técnicas que la psicología y la sociología han encontrado que son más eficaces para hacer que la gente del común siga a una persona, desdeñe a otras y adhiera a ciertas tendencias políticas como si se tratara de productos comerciales.
Son técnicas probadas en los Estados Unidos, cuya democracia es hoy una de las más imperfectas del planeta. Hace poco leí en alguna parte que técnicamente el sistema norteamericano es una oligarquía, mejor dicho, una plutocracia en donde manda el dinero. Allá gana las elecciones el que más fondos recaude para hacer campaña. Y esta suele ser algo parecido a los enfrentamientos que hay entre la Coca-Cola y la Pepsi-Cola.
Al candidato se lo presenta maquillado como si fuera un artista de cine o un cantante popular. No se trata de mostrarlo como es, sino como se espera que le guste al gran público. Si su apellido suscita resonancias negativas, como en el caso de Santos, se prescinde de él y se habla más bien de Juan Manuel o del familiar Juanma. Se lo presenta como esposo y padre de familia ejemplar, y dado que Colombia es todavía un país supuestamente religioso, aunque uno podría pensar más bien que es supersticioso y fetichista, el Miércoles de Ceniza lo hacen aparecer con una enorme cruz pintada en la frente, o lo mandan de carguero a Popayán en la Semana Santa.
Parafraseando a Enrique IV, Santos parece decir que “la reelección bien vale una procesión”. Poco falta para que se exhiba como uno de esos tiranos renacentistas que pinta Burckhardt como un Divino Niño expuesto desde un balcón a la veneración de la multitud.
El candidato no tiene que formular ideas ni presentar logros. Todo su esfuerzo intelectual se reduce a la difusión de unos lemas que no resisten la prueba ácida de la crítica y a carteleras con leyendas vulgares que intentan hacerle creer al bajo pueblo que Santos es uno de los suyos y comparte su ralea.
Su campaña no se basa en la persuasión racional del electorado, sino en la manipulación.
La semana pasada hubo un programa de 360 grados con Juanita León y su equipo de La Silla Vacía. Al evaluar la campaña en curso, llegaron a la conclusión de que a Santos le interesa eludir el debate con los demás candidatos para no darlos a conocer, ya que él cuenta con amplio reconocimiento y ellos todavía no han proyectado suficientemente bien sus respectivas imágenes ante el gran público. De ahí, la campana neumática que la Gran Prensa vendida al santismo les aplica, no difundiendo sus discursos y programas, ni dando a conocer los hechos que les conciernen. Esa Gran Prensa que desacredita la libertad de información y opinión pretende dar a entender que no existen. De ese modo, el votante se inclinará por el que conoce, así no lo satisfaga: “Mejor malo conocido que bueno por conocer”.
El otro eje de la campaña reeleccionista, según el equipo de “La Silla Vacía”, es la “maquinaria”. cuyo peso no alcanza a equilibrarse con los mecanismos de una tímida e improvisada Ley de Garantías que Santos se pasa descaradamente por la faja.
Santos se parece cada vez más a sus nuevos mejores amigos de la satrapía venezolana. Insulta a sus contradictores sin discreción y con torpeza suma. A unos jóvenes que se vistieron de luto en Popayán para protestar por la muerte de policías a manos de las Farc, los llamó neonazis. Y en Urabá no tuvo recato alguno para comparar la banda criminal de “Los Urabeños” con el uribismo.
Reitero lo que escribí hace poco: estamos en presencia de un proceso político nada edificante. Todo lo contrario: es disolvente a más no poder de nuestra precaria institucionalidad democrática.
Insisto por ello en que la reelección de Santos sería una catástrofe moral para Colombia.
Comentarios