MANTENIENDO LA DEMOCRACIA, MAESTRO
Con la ayuda de sus pérfidos asesores, los Santiagos y Leyvas de todos los pelambres, están instaurando el régimen marxista leninista por el que siempre dijeron combatir
Manteniendo la democracia, maestro
Discurso del ex ministro Fernando Londoño Hoyos en la presentación del libro del Coronel ® Alfonso Plazas Vega
Con la ayuda de sus pérfidos asesores, los Santiagos y Leyvas de todos los pelambres, están instaurando el régimen marxista leninista por el que siempre dijeron combatir
Fernando Londoño Hoyos
Tal vez por el curso demoledor de los años, o por nuestra ineptitud para comprender el drama vital que en últimas somos, no hemos sido conscientes de la magnitud de los hechos que se desencadenaron hacia la mitad del 6 de noviembre de l.985.
Como no pasó lo que debió pasar, según la lógica de los asaltantes, hemos resuelto ignorar esas horas trágicas y mandarlas al cuarto de San Alejo de nuestras vicisitudes y pesares.
Una gran mesa en la mitad de la Plaza de Bolívar, con sillas para el acomodo de los guerrilleros y los emisarios de Pablo Escobar, discutiendo el futuro de la Patria con un Presidente vencido, unos Ministros desconcertados y un mando militar descompuesto, habría sido demasiado hasta para un país habituado a lo peor. Al fondo de la escena, trescientos rehenes, los Magistrados de las Altas Cortes, sus auxiliares, los visitantes ocasionales durmiendo todos en colchonetas transportadas para el caso y haciendo fila para la merienda supervisada, superaría la más desbocada imaginación garcíamarquiana.
Al cabo de algún forcejeo quedaría establecida la prohibición de la extradición a los Estados Unidos o a cualquier parte, con lo que los mafiosos se darían por satisfechos. Claro que pedirían, además, la inhibición de erradicar la coca y limitarían las operaciones militares en su contra.
No habría sido suficiente. Porque falta en el cuadro la ambición del M19, y la de los demás grupos guerrilleros que llegarían en bandadas a discutir los grandes problemas del país: la inversión extranjera, la propiedad de la tierra, la composición del Congreso, el cambio de la Constitución Nacional por una que habría seguido a la de Cuba y se habría anticipado a la de Chávez.
Para allá iban las cosas. Y allá llegarían si el Presidente Betancur no da la orden de rescatar el Palacio, salvar los rehenes y devolverle a la Nación su dignidad ultrajada, su libertad en ruinas.
Queda para otra ocasión el grado de libertad con que el Presidente dispuso lo que se cumplió enseguida. El único testigo fiable, Belisario Betancur, no rendirá jamás esa declaración ante la
Historia. Muchas veces dijo que asumía la responsabilidad entera de la operación y nadie le creyó. Tanto que los procesos ulteriores se dirigieron contra los que cumplieron sus órdenes y nunca contra quien las impartió.
Lo cierto es que en medio de tan adversas circunstancias el mando militar cumplió su deber y salvó la República. El Palacio sería rescatado por asalto, contra un grupo poderosamente armado, dueño de posiciones de ventaja, jugando a su favor la sorpresa del golpe y el enorme problema de los rehenes.
Jamás olvidaremos el espectáculo de los blindados en posición de combate, ni el inicio de un ataque desesperado, casi suicida. Ni se borrará de la mente el cuadro dantesco de los incendios y de tanto en vez el minuto emocionante de los que podían ser rescatados por las tropas, para recobrar su libertad. Lo q pasó al interior de aquel infierno, está dicho en este libro, que ha resuelto escribir el comandante de aquellas jornadas dolorosas y sublimes. Nuestros muertos vivirán para siempre en nuestros corazones y los centenares que vivieron no han podido contar mucho, tan corta era su perspectiva, tan lacerante su condición. En estas páginas quedan resueltos todos los enigmas y desnuda la verdad, escrita con sangre, que es espíritu según la frase inmortal de Nietzche.
Pero no quisimos aprender. Hemos sido inferiores al legado de los que entregaron su vida por la Justicia y al de quienes lo arriesgaron todo por salvarnos. Treinta y un años después, estamos arriando las banderas ante los traficantes de la cocaína y comprometiendo el porvenir de Colombia en una mesa infame de negociaciones claudicantes. Ni aprendimos ni aprovechamos la victoria, bien se ve.
No intentaré ante ustedes la perversa tarea de contarles lo que está dicho en estas páginas. La mejor manera de matar un libro, es resumiéndolo. Que si de eso se tratara, el autor hubiera escrito el resumen y se habría economizado el libro.
A lo que voy, tomándome la licencia de su tiempo y la generosidad de su atención, es a ensayar algunas reflexiones a propósito de la manera como hemos celebrado esa gesta. Triste y dura tarea, como se verá.
Empecemos por describir el trato que le dimos a los actores de este drama esquiliano. Y veremos, para nuestro pasmo y para nuestra vergüenza, que hemos terminado por otorgar a los asaltantes cuanto quisieron, y nos parece que mucho más.
La mafia que pagó por asesinar a nuestros jueces, ha logrado de sobra lo que soñara cuando compró los armamentos y financió todo el aparato montado para su provecho: quería evitar la extradición y Santos dio la orden de no extraditar narcotraficantes hace mucho tiempo; quería que no se atacaran sus cultivos y con la ayuda de Santos ha conseguido quintuplicarlos; buscaba quitarse de encima la amenaza militar, y Santos prohibió los bombardeos y con el cese al fuego les ha permitido trabajar tranquilos; asesinó por el uso apacible de sus bienes, y de la extinción de dominio no quedó nada, apenas el recuerdo; en sus mejores sueños, vio abiertos a su favor los paraísos fiscales, y tienen a su disposición los paraísos fiscales, los refugios fantásticos que les ofrecen Noruega y Suiza, los primeros. Para rematar diremos que estos criminales llegaron a imaginar que algún día quedarían libres de la obligación de indemnizar a sus víctimas, y los acaban de condenar a la pena de reemplazar el dinero de las reparaciones por discursos majaderos.
La mafia ha conseguido, después de perderlo todo, ganarlo todo. Nos ha convertido en un Narco Estado que el habitante de La Catedral no anticipó, ni en sus rumbas más candentes, ni en sus mejores jornadas futboleras, ni cuando disponía de espacio para juzgar sus cómplices desleales y para matarlos y cremar sus cuerpos. Lo de hoy está mucho mejor que todo aquello. Por Catedral le dieron el país entero.
A la guerrilla, si cabe, le ha ido mejor.
La “Mesa” no quedó instalada en la mitad de la Plaza de Bolívar, aunque, ¡quién sabe! ¿Los cambuches que desafían la Catedral, el Palacio de Justicia, la Alcaldía y el Capitolio, que Santos visita asiduamente, no son parte de la Mesa?
Se le han dado en regalo seis años de notoriedad ante el mundo. Ya ni la venerada Reina Isabel sabe si esos hombres, los de La Habana, son buenos o malos. Pobrecita. Cualquiera se confunde. Sus embajadores le contarán que los tipos de Cuba hablan todos los días por la radio y los muestran en la Televisión y sus fotografías adornan los periódicos, mientras a un militar inicuamente preso no lo dejan hablar nunca. Vaya si lo sabemos. Desde enero de este año estamos pidiendo licencia en La Hora de la Verdad, para salir al aire con el General Rito Alejo del Río o con el Coronel Hernán Mejía Gutiérrez. Nuestra petición sigue en trámite. ¿Cuánto tarda un colega nuestro para perorar en compañía con cualquiera de esos sujetos que tienen a cuestas sentencias superiores a los cuatrocientos años de prisión? Ni un minuto, claro. ¿Se soñaron gozar de ese favor los asaltantes del Palacio de Justicia? Ni en sus minutos del más exultante optimismo.
Para transportarse de un Frente a otro y visitar sus compinches, la guerrilla ya no tiene que caminar. Los lleva y los trae la Cruz Roja Internacional, en paseos de avión y helicóptero que acabaremos de pagar con la próxima Reforma Tributaria.
El país y el mundo están pendientes de lo que diga esa fuerza diabólica. Hasta el Centro Democrático reconoce y declara que el balón está en su campo. Y eso después de haber perdido el Plebiscito. ¡Qué tal que lo hubieran ganado!
Con la ayuda de sus pérfidos asesores, los Santiagos y Leyvas de todos los pelambres, están instaurando el régimen marxista leninista por el que siempre dijeron combatir. Los colombianos, tan ocupados en el empeño por sobrevivir con medio salario mínimo o por mantener una empresa que soporta el 75% de carga tributaria sobre sus provechos, no han tenido tiempo de leer el manifiesto de las FARC en los Llanos del Yarí, muy pocos días antes del Plebiscito del 2 de octubre. Parte pleno de victoria y anuncio de la sociedad comunista de la que serán dueños. Fantásticamente enriquecidos, por supuesto, como cualquiera Nomenklatura que en el mundo haya sido.
Los asaltantes del Palacio de Justicia jamás creyeron que su Golpe los llevara tan lejos. Lo que ha sucedido luego supera por mucho su imaginación y sus odios enfermos.
Ahora echemos una mirada a la suerte de los que nos salvaron en aquella ocasión memorable.
El General Jesús Armando Arias Cabrales, Director en Jefe de aquella operación salvadora, estará preso para el resto de sus días.
El Coronel Hernán Mejía Gutérrez, milagroso sobreviviente de las heridas sufridas al frente de sus hombres al interior del Palacio, viene preso desde hace años y su caso habrá que medirlo con pronóstico reservado, como dicen los médicos cuando se les muere un paciente sin saber de qué.
El CoronelLuis Alfonso Plazas Vega, que nos regala este libro providencial, sufrió más de ocho años en la cárcel y terminó absuelto por la Corte Suprema de Justicia.
Y como si no fuera bastante, una Corte ha ordenado al Ejército y a la Policía que pidan perdón por los hechos del Palacio de Justicia. Sin que lo tengamos comprobado, nos dicen que el Mando actual tiene listo el reclinatorio, para que no se le pelen las rodillas hincadas en el piso.
Un país así, amigos del alma, no tiene derecho a sobrevivir. Un país que castiga el heroísmo por servirlo y premia los delincuentes que lo matan, no es dueño de su destino y no puede esperar sino las horas más amargas.
Es lo primero que se nos ocurre decir a propósito de esta obra magistral.
LO QUE HICIERON LOS JUECES
No podríamos pasar por alto otro tema capital de esta historia, apasionante y terrible. Porque hemos dicho que tres de los hombres que salvaron a Colombia de esta perversa alianza entre los narcos y los guerrilleros han pasado largos años en la cárcel. Todo parece un cuento macondiano en que se encuentran las realidades más amargas y las más extrañas ficciones.
Pues vamos con ello. Después de que el país celebraba con pompa y unción religiosa el aniversario de este gran dolor y esta singular hazaña, aparecieron los procesos. Y es aquí donde nos sale al paso una injusticia siniestra que se entremezcla con nauseabundo negocio. Y es que los colombianos aprendieron, y vaya si somos listos en aquello de aprender malas lecciones, que si a uno lo matan los bandidos, tiene que dolerse a solas de su dolor y su mala fortuna. Pero que si se puede convertir la tragedia en un crimen de Estado, surge en el horizonte el brillante espacio de inmensa reparación, que pagamos entre todos los colombianos. Ya volvimos crimen de Estado el espantable de Luis Carlos Galán, estamos haciendo tales todas las muertes de los miembros de la Unión Patriótica y vamos avanzados en la misma línea con el de Jaime Garzón.
Lo del Palacio de Justicia no sería distinto. Había que encontrar un camino que llevara a algunas víctimas al paraíso de una gran lotería. Así que surgió la invención de los desaparecidos.
Basados en las imprecisiones de películas tomadas sin preparación ni profesionalismo, para captar las desgarradoras escenas de la liberación de rehenes, surgió este asunto. Un grupo particular de las víctimas, el que laboraba en la cafetería del Palacio, habría salido con vida y después asesinado por las tropas que comandaban Arias Cabrales y Plazas Vega. Por qué y para qué matar estos humildes servidores del Palacio, eran preguntas que se perdían en el vacío. Pero no importa. Para montar la película, bastaba con reconocer el inconfundible y característico trasero de una señora; o el caminado sin parangón de un señor; o la parte posterior de la cabeza de otro; o el vestido que llevaba este o aquella y cuyos colores no olvidaron los parientes en los 20 años posteriores. ¿Y quién discute cómo era el ropero del que no volvió?
El descubrimiento, tan tardío pero tan contundente de los parientes que reclamaban, necesitaba algo más que su denuncia febricitante e interesada. Un testigo falso, un Fiscal acucioso o un Juez descuidado, por ejemplo.
La parte novelesca de este libro se ocupa de la manera como su autor, con tanto tiempo disponible y con tan graves cosas en juego, se dedicó a encontrar, entre folios y declaraciones, a los desaparecidos. No les digo nada nuevo cuando revelo que los encontró. El resto, y lo que más importa ahora, es que a pesar de tamaño descubrimiento Arias Cabrales siga preso y casi por casualidad Plazas se salvó de haberlo estado el resto de la vida.
Tenemos que hablar con frecuencia insoportable de los testigos falsos. Claro que aquí los hubo y en grande escala. Pero confesamos que más que dolernos de que haya gente perversa que para ahorrar cárcel o ganar dinero diga embustes, nos sorprende y repugna que haya jueces que resuelvan creer sus falacias. Porque un testigo falso supone un juez venal, prevaricador o incompetente. Una buena Crítica del Testimonio, para la que no serían indispensables Mittermaier o Carnelutti, destruirían la canalla tentativa. Casi siempre, y vaya el casi por precaución, el testigo falso funciona porque el Juez quiere creerle. De modo que la terrible cuestión de los testigos falsos, es pálida y casi despreciable ante la que suponen los jueces ineptos o desviados.
En el caso de autos, como decimos los abogados en nuestra jerga, contra Plazas hubo por lo menos dos, empeñados en sostener la tesis de los desaparecidos.
Un tal Gámez Mazuera, antiguo policía, dijo tanta estupidez y se contradijo tanto, que fue desestimado por los jueces. El otro, un tal Tirso Sáenz, con muchos años por delante en la cárcel de Cómbita, se enfureció cuando no le cumplieron. Y escribió una carta iracunda en la que recordaba toda la tramoya y amenazaba con revelarla. Pero la misiva quedó en el expediente y el abogado de Plazas Vega pudo recuperarla. ¿Qué pasó? Nada. Porque aquí no pasa nada.
El temible investigador en que se convierte un preso, el que escribió este libro, supo dónde estaban los cadáveres de los supuestos desaparecidos. Pidió, suplicó, clamó porque fueran exhumados y nada. Solo ahora, después de tanta peripecia, se han venido a descubrir. La última fue la señora Luz Mary Portela León, que finalmente descansará en paz, en tumba que sea la de ella. Otros restos siguen esperando la compasión del Fiscal, para que así movido imparta la orden de exhumación. ¡Y van corridos treinta y un años!
Pero el premio mayor de este acertijo lo gana la diligencia que se habría cumplido en la Escuela de Caballería del Ejército en Bogotá, donde la Fiscal Angela María Buitrago, lamentable personaje de este drama, encontró un dicharachero y bien informado testigo, el Cabo Villamizar. Villamizar sería el testigo estrella, la pieza que faltaba en el mosaico. Pues asómbrense ustedes, que un consagrado periodista que encontró a Villamizar y le pidió la verdad plena sobre su testimonio, descubrió que el testimonio nunca se produjo y la diligencia fue invento puro de la Fiscal Buitrago.
El Cabo no estuvo en Bogotá para los días del asalto y mal podía oír al Coronel Plazas dando la orden de matar o colgar a los tales por cuales que desaparecieron. Y lo más escalofriante de la historia, jamás estuvo en la Escuela de Caballería en la diligencia ultra famosa. Lo declaró así en la Procuraduría General de la Nación, lo repitió bajo juramento ante los jueces y aseveró sin sombra de duda que la firma del Acta no era la suya.
Para comprobar la falsedad bastaba un dictamen grafológico elemental, con el cotejo de las firmas de Villamizar en su carrera militar con la que aparecía suscribiendo la prueba reina de la Fiscal Buitrago. Han pasado varios años, Villamizar tuvo a mal morirse y no apareció el perito grafólogo. La señora Buitrago no solo está libre, sino que al paso que vamos, después de cumplir delicada función en México, de donde salió expulsada, es firme candidata para integrar el Tribunal Especial de Paz pactado con las FARC
Se pregunta el más simple cómo puede funcionar así la justicia colombiana, con fiscales como Angela María Buitrago y jueces como los que debiendo conocer y castigar su impostura se mantienen en silencio. Pues esa justicia tenemos y esas garantías se ofrecen a los que terminarán empujados al Tribuna Especial de Paz. Con razón, pues, que Arias Cabrales estará preso el resto de su vida, que sigue encarcelado el Coronel Mejía Gutiérrez y que el suplicio del Coronel Plazas se extendió por ocho años. A la justicia de este país hay que extirparle el tumor canceroso de la politiquería. Cuándo volverán a ser todos nuestros magistrados como Hermes Darío Lara Acuña, que después de dos años de estudiar el expediente de Plazas redactó una ponencia impecable, que por supuesto lo absolvía. Sus dos colegas de sala, a las volandas, redactaron la sentencia condenatoria de segunda instancia, que los deshonraría para siempre.
PALABRAS FINALES
Después de esta tragedia que se convirtió en victoria, y después de que la inagotable idiotez humana pudo convertir la más limpia victoria en lodazal de expedientes inicuos, estamos comprobando que no anduvo descaminado el que anunció el eterno retorno de las cosas y el error del viejo Heráclito cuando aseguró que nadie se bañaba dos veces en las aguas del mismo río. Treinta y un años después, la unión de narcotraficantes y guerrilleros con ínfulas de políticos anda mas vibrante que nunca. Solo que ahora mafia y bandidos son una y la misma cosa. Por entonces, al menos, mostraban diferencias y distancias.
Esa unidad maldita es hoy la más rica entidad delincuencial del mundo y la organización empresarial más productiva de América. Según últimas cuentas, Colombia lleva sobre su piel desgarrada más de doscientas cincuenta mil hectáreas sembradas de coca. Quitándole al cálculo lo que quieran quitarle, el saldo en cocaína para exportar supera las quinientas toneladas métricas. Y contrayendo el análisis a la economía parroquial, apenas de cinco millones de pesos el kilo del clorhidrato, vamos por los veinticinco billones de pesos de ingresos netos de los criminales. Ni un peso de extorsión, de secuestro, de productividad de sus bienes incalculables, va insertado en el cálculo. Y no hablamos del otro negocio maldito, el de la extracción criminal del oro de nuestros ríos, que según los entendidos es bastante mas productivo que el de la cocaína.
Hace unas pocas semanas, AVAL, el grupo financiero más grande y meritorio del país, anunciaba el reparto de un poco más de seiscientos mil millones de pesos para sus accionistas. Lo que significa, al fin de fines, que los mafiosos ganan, solo en cocaína, cuarenta veces al año lo que los dueños del mayor grupo financiero de Colombia. ¡CUARENTA VECES! Ahora entendemos por qué no sube en Colombia el precio del dólar y por qué dijo con sobrada razón el prologuista de este libro, Alejandro Ordoñez Maldonado, que no había en La Habana un proceso de paz, sino el más grande lavado de dinero sucio de la Historia Universal.
Por supuesto que los bandidos no tienen un peso, y que sus víctimas no serán reparadas sino con lo que llaman la verdad y la garantía de no repetición. Como nos conformamos con poco, le mandamos a decir a los muertos que pueden descansar en paz, porque otra vez no los van a matar.
El ala política del negocio está más próspera que nunca, como ya dijimos. Tanto, que hasta su Santidad el Papa Francisco le muestra consideración, el Presidente de los Estados Unidos manda delegado para que los oiga en su nombre y el de Colombia juega en el partido a un lado y otro de la cancha, más en el de allá que en el de acá, para ser objetivos y sinceros. Mejor no les podían marchar las cosas.
La Justicia ya no muerde solo a los de ruana, como en otro tiempo se dijo, sino que muerde de preferencia a los de camuflado. Esa descomposición del aparato judicial la entiende el país, que cuando le preguntan contesta, repetido en todas las encuestas, que anda más desprestigiada que el Congreso y los partidos políticos.
Todo tiene su causa, y se me permitirá una digresión cuando ya los voy a dejar en libertad de mi discurso. Y ella es que pasadas las jornadas de noviembre de 1.985, la Corte sobreviviente había cooptado como magistrados de la Sala Constitucional a Enrique Low Murtra, Gabriel Melo Guevara, Álvaro Tafur Galvis y Jaime Vidal Perdomo. Nuestra mala estrella alumbró dificultades personales e insalvables para todos ellos, los más eximios Maestros del Derecho Público en Colombia. Desde entonces en las Cortes juegan los suplentes, sobre todo a partir de que el Consejo Superior de la Judicatura se empeñó con éxito en consagrar la mediocridad como pauta y medida de sus nombramientos y escogencias. Al lado de unos pocos eximios juristas, que se cuelan por las rendijas del sistema, la mayoría ha permitido que se impongan como héroes los falsos testigos, que la Constitución sea la más violada hembra de Colombia y que nos llenemos de presos políticos, como los campos de maleza cuando el machete y el Round up no se compadecen de ellos.
Y así seguimos nuestra penosa marcha por la Historia, que bien pudiera ser feliz y rutilante si con más frecuencia aparecieran hombres como Luis Alfonso Plazas Vega y libros como este MANTENIENDO LA DEMOCRACIA, MAESTRO, que queda en nuestras manos mientras le abrimos el nicho que merece, en la mente y el corazón de cada uno de nosotros.
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