PROCESO DE PAZ ¿UN MITO QUE SE DERRUMBA?
Santos quiere ser reelegido para entronizar a las Farc en el Estado y en la sociedad. La negociación secreta de hoy busca que los colombianos aceptemos que las Farc tengan un nicho de impunidad y de actuación “normal” en las ciudades y en el campo
Proceso de paz. ¿Un mito que se derrumba?
Santos quiere ser reelegido para entronizar a las Farc en el Estado y en la sociedad. La negociación secreta de hoy busca que los colombianos aceptemos que las Farc tengan un nicho de impunidad y de actuación “normal” en las ciudades y en el campo
Por Eduardo Mackenzie
29 de mayo de 2014
Si le creemos a Juan Manuel Santos, él es el presidente-candidato de la paz y del proceso de paz. Sobre todo del proceso de paz. Pues como no tenemos paz, tenemos, al menos, un proceso de paz. Y ese “proceso” debe ser apoyado pues no habría otra salida. Conclusión: hay que reelegir a Santos para que Colombia alcance la paz con las bandas narco-terroristas.
Si examinamos esa proposición veremos que estamos ante un enorme sofisma.
¿Qué es un “proceso”? Es la sucesión de acciones cuya intención es conseguir un resultado. Es una serie ordenada de operaciones destinadas a alcanzar un objetivo. En un proceso se parte de un punto para llegar a otro, de una situación dada para llegar a otra diferente. En un proceso de paz se parte de una situación de guerra para llegar a una situación de paz.
Lo que tenemos hoy no es un proceso de paz. No avanzamos siquiera de una fase de confrontación hacia una fase de apaciguamiento. Estamos viviendo lo contrario: pasamos de una situación de repliegue de los agresores y avanzamos hacia una agravación de la guerra y del potencial político de los agresores.
Sí hubo un proceso de paz durante los ocho años de gobierno del presidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010). De una guerra asimétrica, con miles de asaltos y con tres mil secuestros al año, incluyendo la entrega a las Farc, durante el gobierno anterior, de un territorio desmilitarizado de 42 mil kilometros² para montar, en noviembre de 1998, una negociación de paz que las Farc transformaron en parodia, se llegó, en 2010, a una marginalización de las Farc, a la desmovilización de los paramilitares, a la reconquista del territorio y a una destrucción parcial de la dirección terrorista. Todo eso sin dialogar un minuto con la fuerza depredadora marxista. Ese sí fue un proceso de paz. Pues se partió de un punto de guerra y devastación social gravísimo y se logró una derrota importante de los violentos.
En ese estado encontró el país Juan Manuel Santos, en agosto de 2010. Desde ese momento, él ha hecho un camino inverso: avanzó hacia el fortalecimiento de los violentos y de sus planes de conquista del poder, punto culminante de la guerra.
Lo que hay hoy no es un proceso de paz. Hemos ido de una situación de repliegue de las guerrillas, en 2010, a una situación de ofensiva de éstas en todos los terrenos. Ellas aumentaron sus asesinatos horribles – lo que ellos llaman “lucha incorruptible” cuyo más reciente ejemplo fue recurrir al uso de niños-bomba contra uniformados–, y pudieron implementar, con la ayuda de Santos, una ofensiva política-diplomática cuyo objetivo es la toma del poder, haciéndole creer al país que eso desembocará en “la paz”. Lo que vivimos, en realidad, es un proceso de agudización de la guerra.
Santos, por eso, es el candidato de la guerra y de la ruina de una civilización, la nuestra. Jamás un presidente colombiano se había empeñado en alcanzar un objetivo tan innoble como ese.
El proceso de guerra va en aumento, se dirige hacia su apogeo. La nueva etapa adopta una forma política más que militar. La forma política es mil veces más peligrosa que la guerra.
Santos quiere ser reelegido para entronizar a las Farc en el Estado y en la sociedad. La negociación secreta de hoy busca que los colombianos aceptemos que las Farc tengan un nicho de impunidad y de actuación “normal” en las ciudades y en el campo, nicho que será ampliado a medida que la intimidación y la desprotección de la gente aumente. Por eso hay que desorganizar la fuerza pública. Hasta quedarse con todo el país. Esa transición hacia el socialismo del siglo XXI –pues esa es la meta de los terroristas–, que se está experimentando en Colombia, donde lo primero es acabar con el disentimiento y la libertad de expresión, servirá de guía para hacer lo mismo en los países que no han caído aún en el abismo: Chile, Perú, Brasil, México, Centroamérica. Aquí en Colombia se podría estar jugando la suerte de las sociedades abiertas latinoamericanas.
Ese plan macro exige que Santos sea reelegido. Pero el papel de Santos será provisorio. El será arrojado como un limón exprimido, como hicieron siempre los comunistas con los liberales que los ayudaron a tomar el poder. Ocurrió en Cuba (con los señores Urrutia y Miró Cardona), como ocurrió en España durante la guerra civil, como ocurrió en Checoslovaquia antes del Golpe de Praga. Pero Santos podrá irse a vivir a Londres. Los colombianos se quedarán en sus hogares para vivir la pesadilla.
Cuando creemos ver que hay un “proceso de paz” en Colombia estamos adoptando el lenguaje de las Farc y su visión enfermiza. Stalin hablaba de paz mientras aplastaba con el Ejército Rojo los pueblos de Europa del Este. Lo que planean las Farc, con ayuda de las dictaduras de Cuba, Venezuela, Ecuador y Nicaragua, es la ocupación durable de Colombia. Lo acaba de decir Timochenko. Lo dice enmascarando su pensamiento y empleando frases de falso lirismo. Quien se tome la molestia de traducir sus palabras, de sacarlas de su ganga marxista, verá eso sin dificultad.
El mayor éxito de las Farc en estos últimos cuatro años es haber hecho creer al país que estábamos avanzando hacia la paz. Y que el auge de las atrocidades y de las ambiciones políticas de las Farc no eran sino un “daño colateral” del magnífico proceso de paz. Los miles de civiles, militares y policías muertos, heridos y mutilados en estos años de diálogos en La Habana es, para ellas, una sangría sin importancia. Nos exigen que la comparemos con el futuro luminoso que ofrecerá el socialismo del siglo XXI.
A ese subterfugio, a esa inversión de realidad, Santos contribuye a fondo.
¿Cómo fue posible, entonces, que cinco millones 760 mil electores, de los 12 millones que votaron el 25 de mayo pasado, lo
hicieran por dos candidatos que no validan el proceso de paz santista? ¿Todos son “fascistas”? Los que votaron por Oscar Iván Zuluaga y Marta Lucía Ramírez mostraron que se habían liberado de esa gran mentira. El acuerdo que firmaron esos dos líderes ayer, donde anuncian que respetarán un proceso de paz que no se haga “a espaldas del país”, y que ofrezca “avances tangibles”, es la confirmación del fracaso del modelo santista de negociar el destino del país a espaldas del pueblo. De esa forma Oscar Iván Zuluaga y sus aliados podrían hacer que ese proceso marche sobre los pies y no sobre la cabeza.
Hay que lograr que los abstencionistas y los votantes de los otros partidos vean esa importante diferencia, exijan un proceso de paz ante el pueblo, “de cara al país”, como dicen Oscar Iván Zuluaga y Marta Lucía Ramírez, con cese de las acciones criminales y verificable y voten en consecuencia. El verdadero campo de la paz es el de Oscar Iván Zuluaga.
Los intelectuales que apoyan el actual proceso de paz deberían leer, antes de que caiga el telón, lo que escribieron Soljénitsyne, Grossman, Koestler, Yakovlev y otros sobre lo que hacen los comunistas con la inteligencia y con el pueblo en general. Los que creen que Timochenko será un perfecto demócrata mañana, y que los intelectuales jugarán un papel en la “construcción de la utopía”, que lean lo que escribió Heberto Padilla, Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante, Armando Valladares, Zoe Valdés y Jacobo Machover, sobre la suerte que el castrismo les reserva a sus pares.
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