LA SANGRIENTA AGONÍA DEL PROCESO DE PAZ
Ni las minas antipersona, la muerte de civiles, militares y policías, la destrucción de helicópteros y la marea negra en Tumaco conmovieron a Manuel Valls en su visita a Colombia
La sangrienta agonía del proceso de paz
Ni las minas antipersona, la muerte de civiles, militares y policías, la destrucción de helicópteros y la marea negra en Tumaco conmovieron a Manuel Valls en su visita a Colombia
Por Eduardo Mackenzie
Julio 7 de 2015
Las negociaciones del presidente Santos con las Farc en La Habana hay que mirarlas desde un ángulo nuevo: la devastación que están sembrando las Farc en las capas más pobres de la población es la consecuencia de la impunidad preventiva que esa aventura le ha otorgado al narcoterrorismo, luego de que ese binomio lograra anestesiar casi toda posibilidad de crítica y de evaluación sensata de esas conversaciones. Tal es la esencia del llamado “proceso de paz”.
Las Farc están propinándole golpes terribles a Colombia, a su pueblo, a los más pobres, a la naturaleza, a la economía, a las instituciones, a la moral, a la intelectualidad, al periodismo, a la justicia y, sobre todo, a la fuerza pública, en el campo militar y judicial, sin que la ciudadanía vea aún que ese mal global viene, no solo de la barbarie de las Farc sino del proceso mismo, que auto fabricó garantías e inmunidades para los agresores dialogantes desde el primer día. Tales garantías fueron en aumento a medida que las violencias del narcoterrorismo cobraban más y más fuerza y que el “diálogo” y las concesiones avanzaban. Y cada vez que hay un nuevo ataque, el mecanismo psicológico de la esperanza en una “concordia”, en una paz “muy pronta”, y en un “postconflicto cercano”, anula los esfuerzos para frenar el terror.
Esa dinámica absurda, diabólica, que contribuye al éxito de la estrategia de la subversión castrista continental, como se vé en la impotencia de las fuerzas de defensa de Colombia para frenar el impulso mortífero que han cobrado las Farc y el Eln en los últimos meses, contó desde el comienzo con la aprobación del gobierno de Juan Manuel Santos quien convirtió una banda armada arrinconada y desvertebrada en un interlocutor arrogante, ambicioso y rodeado de apoyos internacionales.
¿Quién se solidariza con Colombia en estos momentos? Nadie. ¿Quién pide que se combata eficazmente el terrorismo? Nadie. ¿Quién exige que la democracia no sea desmontada? Nadie. ¿Quién pide que juzguen a las Farc por el crimen ecológico que cometieron en Putumayo? Nadie. ¿Quién denuncia en el exterior los ataques de las Farc a las brigadas que tratan de frenar el avance hacia el Pacifico de la gigantesca mancha de petróleo? ¿Quién se asombra ante el derrumbe de 50 torres eléctricas? Nadie. Ni siquiera el Papa Francisco quien acaba de publicar la encíclica Laudato Si, que habla de “conversión ecológica” y de “dedicación especial a los pobres”. El Vaticano no dice una palabra sobre este nuevo crimen contra la ecología pues Francisco, como todo el mundo, está aplaudiendo en Colombia una cosa que sus asesores le muestran como “un proceso de paz”.
¿Qué dijo el primer ministro francés, Manuel Valls, durante su visita a Bogotá la semana pasada? Que todo va bien. Pues “la negociación de la paz” va bien. Las minas antipersona, la muerte de civiles, militares y policías, la destrucción de helicópteros y la marea negra en Tumaco no lo conmovió. ¿Y qué dijo horas después de la asonada y destrucción de la estación de policía de El Mango? Que las empresas francesas deben seguir invirtiendo pues el presidente Santos le dijo que Colombia estaba a punto de firmar un “acuerdo sobre víctimas y verdad”. ¿Qué dijo Valls sobre el sometimiento a la justicia de los terroristas en Colombia (ya que él, Valls, está en lucha contra el terrorismo islámico en Francia)? Nada. Santos le evacuó el tema con una frase: “eso queda pendiente”.
Así, la barbarie puede seguir su tarea de depredación en Colombia en medio de los aplausos de todos.
Estos cuatro años de contactos obscuros en La Habana fue tiempo perdido para Colombia. Todo está en suspenso desde entonces. Todo es provisional e indefinido, a pesar de las apariencias, pues todo depende de lo que las Farc impongan en Cuba. El país vive en un clima de miedo, de desconfianza, de cólera soterrada. El futuro es opaco y sin perspectivas. Si las Farc firman un papel que pueda ser presentado como un acuerdo de paz, el Estado se dedicará a defenderlas, explica, sin vergüenza alguna, en nuevo ministro de Defensa de Colombia: “La seguridad de las Farc debe ser un compromiso nacional”. Juan Carlos Pinzón, el anterior ministro de Defensa había dicho lo contrario al dejar el cargo: “Las Fuerzas Armadas seguirán protegiendo a los colombianos”. ¿Hacia dónde va Colombia?
Para acabar de completar la desmoralización del país y, sobre todo, de las fuerzas militares y de policía que defienden el país, Luis Carlos Villegas agregó esto: que el gobierno no puede derrotar a las Farc y que, por eso, la solución debe ser política (léase mediante la negociación del perfil constitucional del país). La falsa teoría de la “invencibilidad” de las Farc, fabricada por Tirofijo, y vencida en el terreno militar por las fuerzas armadas, ahora es el catecismo del ministro Villegas. Y no sólo de él. Hace unos meses el Consejo de Estado asombró al país al decir que las Farc no son un movimiento terrorista. La situación es, pues, monstruosa e inédita: jamás Colombia había tenido un bloque de poder más extraño que este, que juega cínicamente con el país, con sus sueños de la paz, y con sus equilibrios estratégicos.
Para Santos, nada está en peligro, pues todo es hipotético mientras no haya un acuerdo final. Ante cada atrocidad nueva de las Farc, Santos saca su estribillo conformista: “Debemos acelerar el proceso de paz”. Y lo que consigue es banalizar la agresión narco-terrorista, sin que él, ni nadie del Estado, quieran responder por los nuevos muertos, por los nuevos heridos y por los nuevos mutilados definitivos que arroja ese escenario. Así va Colombia. Las encuestas, al menos, no mienten al respecto: la ciudadanía está harta de ese juego macabro.
Santos embarcó a Colombia en la aventura de ceder ante las Farc. Pero los ritmos y contenidos de eso se le salieron de las manos. Con sus golpes violentos las Farc le están imponiendo lo que quieren, sobre todo un modelo escandaloso de impunidad general para sus jefes y para sus planes colectivistas. Lo inexplicable es que eso ocurre en una coyuntura adversa: cuando la utopía revolucionaria se ha agotado en Colombia. La prueba: el programa de las Farc es repudiado por el 99,9 % de los colombianos. Las Farc son apoyadas únicamente por las dictaduras del continente, no por los colombianos. Es más: la escasa aceptación del proceso de paz se debe más a que la opinión colombiana quiere el fin de las violencias, no por simpatizar con el programa tóxico de las Farc-Eln. La utopía revolucionaria también se agotó en Latinoamérica: Cuba, en bancarrota, acepta abrir negociaciones con Estados Unidos, la dictadura de Maduro está en sus convulsiones finales, en Ecuador el pueblo se levanta contra la tiranía de Correa. La secta del Foro de Sao Paulo está en aprietos. Por eso las Farc apelan a lo único que saben hacer: el crimen y la ultraviolencia. El tiempo corre contra ellas.
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