Sin proponérselo y con una sarta de mentiras, doña Manuela fue la chispa que encendió el conocido movimiento de los Comuneros, quienes multitudinariamente, tampoco es tan cierto, querían invadir a Santa Fe para que en unión de los habitantes de la capital les aprobaran unas Capitulaciones en las cuales se exigía la abolición impositiva.
¿Si, el impuesto ya había sido disuelto por la Corona, cuál fue la verdadera necesidad de doña Manuela de fomentar semejante mentira?
Más adelante, vino el tratado de Santa Rosa.
En desarrollo de la primera guerra civil entre centralistas y federalistas, luego de los sucesos de 1810, el presidente de la provincia Tunja: Juan Nepomuceno Niño, decidió enfilar las baterías en contra de don Antonio Nariño, presidente centralista de la provincia de Cundinamarca, con una fila de mentiras que se fueron regando de boca en boca como el encendido de un fósforo.
El enfrentamiento entre los dos bandos fue in crescendo para llegar a un acuerdo de paz firmado en Tunja el 30 de julio de 1812.
Todo hacía presagiar que la paz había llegado pero sucedió todo lo contrario. Porque dicho acuerdo se suscribió con base en la mentira, no con la verdad. Más adelante, Santander, el mito de Santander, se convertiría en el enemigo acérrimo de Nariño y de Sucre haciéndolo blanco de mentirosas acusaciones que ni siquiera respetaron su enfermedad en sus días finales (Ver Correa, Larga marcha buscando un acuerdo definitivo de paz, 2016).
Ni hablar, del pacificador Morillo.
Ni hablar, del tratado de paz que firmó Belisario Betancurt con el M19, autores del secuestro impune de AGH, quien creyó ingenuamente que entregando taxis dejarían su violento y radical accionar.
Petro, por lo demás, fiel reflejo de quien se cree sus propias mentiras.
Bien, lo sostuvo Goebbels: Lo mejor de las mentiras es que de tanto creerlas y decirlas se convierten en verdad.
Mientras tanto, vamos para 26 años de impunidad en el caso de Álvaro Gómez Hurtado, lleno de mentiras, falto de verdad.
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