¿SOY CAPAZ DE CREER EN LAS FARC?
Se trata de definir si lo que padecemos es un conflicto interno con visos de guerra civil o, como muchos lo creemos, una agresión narcoterrorista contra nuestra institucionalidad
¿Soy capaz de creer en las Farc?
Se trata de definir si lo que padecemos es un conflicto interno con visos de guerra civil o, como muchos lo creemos, una agresión narcoterrorista contra nuestra institucionalidad
Por Jesús Vallejo Mejía
Octubre 5 de 2014
Por iniciativa de la Andi, según se dice, se ha lanzado una costosa campaña publicitaria tendiente a promover en los colombianos actitudes favorables a los diálogos que en La Habana llevan a cabo representantes del gobierno y de las Farc.
No obstante este masivo despliegue publicitario, nuestra opinión pública, tal como se refleja en las encuestas, sigue siendo pesimista acerca de los resultados probables de este proceso. No cree en la buena voluntad de las Farc y la mayoría de los encuestados desaprueba el modo como lo ha venido gestionando el gobierno.
El escepticismo en torno de sus resultados es comprensible, pues las Farc no han dado muestras sinceras del ánimo de reconciliarse con el país y el gobierno parece no saber hacia dónde va por este camino. Muchos lo ven como un barco que navega al garete, sin otro rumbo que el que le tracen las olas y el viento.
Es comprensible que los empresarios se presten a ayudarle al gobierno en lo que es sin lugar a dudas su programa bandera. A ellos no les interesa que el día de mañana se diga que la anhelada paz se frustró por su egoísmo o su falta de compromiso. Además, el peso del gobierno sobre el empresariado es enorme y a ninguno le conviene que lo señalen como opositor, máxime si estamos en presencia de un mandatario que no se para en pelillos a la hora de perseguir a quienes disientan de sus políticas.
Dice la historia que el gremio empresarial más importante del país, la Asociación Nacional de Industriales(ANDI), se creó en 1944 por iniciativa del entonces presidente López Pumarejo, que consideraba con sobra de razones que para atender las peticiones de la industria, que a la sazón sufría las dificultades propias de la guerra mundial, era necesario establecer canales institucionales adecuados.
La ANDI y, en general las agremiaciones empresariales, justifican su existencia porque llevan la vocería de sus afiliados poniendo de manifiesto sus necesidades y sus propuestas no solo acerca de sus requerimientos, sino del bien común. No son, en principio, instrumentos de oposición política, aunque en muchos casos les toque enfrentar a los gobiernos porque consideran sus políticas lesivas para los intereses legítimos que representan o para el conglomerado social. Pero tampoco son instrumentos de las políticas gubernamentales, así les corresponda de acuerdo con las circunstancias prestar sus concurso para el buen suceso de las mismas.
Es evidente que el tema de los diálogos con las Farc es asunto que interesa a todo el país, por lo que los gremios empresariales deben ser
proactivos en su desarrollo. Pero su colaboración no implica que pierdan la independencia para señalar los puntos débiles de esta empresa política. Sobre ellos pesan severas responsabilidades históricas, no solo respecto de sus afiliados, sino del país entero. Y si bien deben cuidarse de que en el futuro los señalen como culpables del fracaso de las negociaciones, igualmente deben pensar en la posibilidad de que se les impute el cargo de haber facilitado por activa o por pasiva la adopción de unos malos acuerdos.
Lo que está en juego en Colombia hoy por hoy es de veras crucial para su porvenir y exige de parte de sus dirigentes las mayores dosis posibles de talento político.
Clemenceau afirmaba que la guerra es asunto demasiado complejo para dejarlo exclusivamente en manos de los militares. Conviene parafrasear ahora estas palabras para decir que, en las condiciones en que estamos, la paz es asunto demasiado complejo para dejarlo exclusivamente en manos de los políticos, sobre todo si se trata de personajes tan sinuosos como Santos.
No es la primera vez, desde luego, que Colombia se ve envuelta en una terrible encrucijada. A lo largo de su historia le ha correspondido afrontar graves crisis políticas que han puesto en vilo su institucionalidad, y las ha resuelto de distintas maneras, no siempre con buena fortuna. Pero la situación creada con las organizaciones guerrilleras de las Farc y el Eln no se compara con ninguna de las que en otros momentos hemos padecido, ni siquiera con la que dio lugar a la desmovilización del M-19 y otros movimientos subversivos hace cosa de un cuarto
Es notorio que Colombia padece una situación anómala por la presencia a lo largo y ancho de su territorio de grupos subversivos viejos de más de medio siglo que no han sido derrotados militarmente, pero tampoco han logrado el anclaje territorial que se requiere para considerarlos como beligerantes de acuerdo con la normatividad internacional.
No se discute, pues, que constituyen un gravísimo desafío para el orden público interno, ni que esa perturbación desborda las posibilidades de las atribuciones ordinarias de las autoridades de policía, motivo por el cual la misma ha tenido que manejarse por las fuerzas militares dentro de su función de defensa del orden constitucional. Por consiguiente, está fuera de discusión que la vía más indicada para buscar la normalidad es el diálogo.
Suele decirse que cuando fracasan las palabras, esto es, la fuerza de los argumentos, se hace inevitable acudir a la fuerza de las armas. Pero también es cierto que cuando fracasa esta última, se hace inevitable, por mera cuestión de supervivencia, volver al diálogo.
Este cuenta con ventajas que le son inherentes. Pero al mismo tiempo genera riesgos que deben precaverse, como los de malas negociaciones que no deriven en la anhelada paz, sino en situaciones anómalas capaces de producir nuevas y más graves alteraciones del orden.
En aras del diálogo, el gobierno ha superado una discusión que no deja de ser importante. Se trata de definir si lo que padecemos es un conflicto interno con visos de guerra civil o, como muchos lo creemos, una agresión narcoterrorista contra nuestra institucionalidad. Es más, y desde luego algo peor: el gobierno ha decidido renunciar a presentarse en la mesa de diálogos como titular legítimo de la representación del pueblo colombiano, para autoseñalarse como parte de un conflicto interno en el que sus contendores son los grupos subversivos. Por eso se dice en el pacto que dio origen a los diálogos que estos se dan entre “Altas partes contratantes”.
En la mesa de diálogo actúan unos negociadores del gobierno que dice representar al pueblo colombiano, tal como lo postula nuestra Constitución Política. Pero, ¿a quiénes representan los negociadores de las Farc?
Como se dice en ciertos programas de televisión, he ahí la pregunta del millón. Ellos se autoadjudican la auténtica representación del sufrido pueblo colombiano. Pero resulta que en las elecciones los apoyos que reciben los candidatos que tienen alguna afinidad con los grupos guerrilleros son claramente minoritarios. Y en las encuestas de opinión su imagen desfavorable siempre sobrepasa el 90%. Siendo realistas, hay que admitir que se representan a sí mismos y que su fuerza es la de los contingentes armados que mantienen gracias a las enormes ganancias que les reportan sus actividades ilegales, sobre todo el narcotráfico, la minería informal, las extorsiones y los secuestros. Pero quizás representen a alguien más que actúa en la sombra, tal como lo insinúa Plinio Apuleyo Mendoza en un artículo que publicó hace poco en “El Tiempo”.
La fuertemente politizada jurisprudencia colombiana ha dictaminado que, en todo caso, la actividad subversiva, no obstante sus entronques con una muy funesta delincuencia que ya no puede decirse que sea común, merece trato de favor por sus objetivos políticos.
Acá se presentan, por supuesto, varios temas de discusión, como el de si frente a un régimen democrático, todo lo imperfecto que sea, cabe darle al delito político un manejo menos severo que el que se reserva para el delito común, o el de si, de hecho, tanto las Farc como el Eln han dejado de ser meros grupos subversivos animados por propósitos de reivindicaciones sociales, para convertirse en peligrosísimas organizaciones narcoterroristas estrechamente ligadas con la delincuencia internacional, según lo observó John Marulanda esta semana en un escrito para “El Colombiano”.
Hay muchos indicios de que el gobierno también está cediendo en estos puntos decisivos. No solo insiste en el reconocimiento político de las Farc, lo mismo que del Eln, sino que parece transitar por la vía de admitir que el narcotráfico y otras graves actividades ilegales guardan conexidad con la empresa subversiva y admiten por consiguiente el régimen favorable de los delitos políticos.
Pero lo que es más preocupante, el gobierno da a entender que esas actividades constituyen tan solo efectos colaterales de la acción política, llamados a desaparecer o por lo menos a atenuarse por obra de los acuerdos de paz. La idea que fluye de los documentos parciales que publicó hace unos días es muy simple, diríase que candorosa: por obra y gracia de lo que se convenga, las Farc se convertirán en aliadas suyas en la solución de los problemas que suscita el narcotráfico.
Es evidente que al tenor de los textos acordados parcialmente con las Farc, estas no han aceptado plegarse a la institucionalidad colombiana. Exigen todo lo contrario: que la misma se pliegue a sus aspiraciones de corto, mediano y largo plazo, que no son otras que poner en marcha una empresa totalitaria y, por ende liberticida, que culmine tarde o temprano en la instauración de un régimen comunista en Colombia. Sus voceros no han renunciado a su ideología revolucionaria y todos los pasos que dan se inscriben dentro de las consignas leninistas según las cuales es bueno todo lo que contribuya al triunfo de la revolución.
Para emplear un lenguaje grato a los pastores de nuestra jerarquía católica, que suelen ver en los guerrilleros unas ovejas descarriadas a las que desde todo punto de vista convendría reintegrar al redil, digo que más parece que los dirigentes de las Farc son lobos feroces que ni siquiera disimulan vistiéndose de ovejas. Viendo todo esto, llega a la mente la sarcástica referencia que hizo Churchill acerca de su rival, Attlee:”Es una oveja con piel de oveja”. Sin ánimo de ofender, creo que de los promotores de “Soy Capaz” cabe afirmar lo propio.
Muchos analistas han señalado que los textos que dio a conocer el gobierno están llenos de lugares comunes y palabras grandilocuentes que dicen mucho y no dicen nada. De “babosadas” los calificó mi apreciado amigo Juan David Escobar Valencia en su último artículo para “El Colombiano”, pero con la salvedad que él mismo hizo constar en el sentido de que no son inocuas, sino tan peligrosas como la saliva del dragón de Komodo.
En realidad, son textos sibilinos que después servirán para extraer de ellos consecuencias desastrosas. Hay que leerlos, pues, entre líneas.
Y lo que yo leo con mi poder de doble visión es que hay de parte del gobierno, como lo ha dicho en otras oportunidades José Félix Lafaurie, la intención de entregarle la suerte del agro colombiano a las Farc. La idea es también muy simple: es lo que ellas quieren y ya están ahí. Que se queden entonces con las zonas de reserva campesina, las circunscripciones agrarias especiales, la bolsa de tierras y la gestión de programas que les permitan presentarse como redentoras del campesinado colombiano. El país urbano quedaría, en cambio, en manos de lo que suele llamarse impropiamente el “Establecimento”.
Esto es muchísimo más que lo que pedía el tristemente célebre “Tirofijo”, quien demandaba la partición de Colombia para entregarles a las Farc
el control del suroriente. Lo que Santos les ofrece ahora es toda la Colombia rural. Y por eso, como lo ha señalado el hoy senador Uribe Vélez, en esos textos nada se dice sobre la garantía de la propiedad privada en el campo, ni sobre la empresa agropecuaria, ni sobre los planes de desarrollo basados en grandes inversiones de capital, y sí mucho sobre la expropiación y la extinción del dominio de grandes extensiones que se consideran inadecuadamente explotadas
Pero tras la Colombia rural vendrá el resto. Apertrechadas en el campo, protegidas por autodefensas que conservarían su poderoso arsenal , blindadas para ejercer su dictadura sobre el campesinado, los núcleos urbanos caerán a sus pies como fruta madura. Ya estaban a punto de lograrlo cuando bajo el gobierno de Andrés Pastrana los mandos militares le hicieron saber que no estaban en capacidad de proteger unas ciudades que se encontraban cercadas por los grupos guerrilleros. Ahora, como se dice en la jerga de los billaristas, todo les quedaría “bola a bola”.
Habida consideración de que con las Farc, dados sus condicionamientos ideológicos, sería imposible llega a acuerdos sobre lo fundamental, que son indispensables para la supervivencia de un régimen democrático, lo que presiento es que el gobierno pretende convenir con ellas un régimen mixto que les permitiría insertarse como un Estado dentro del Estado colombiano. Y, como lo demuestra de modo fehaciente la historia, esos regímenes mixtos no solo están condenados a la transitoriedad, sino a que los conflictos que mediante ellos se trata de superar se mantengan y se agraven.
Se cuenta en la biografía de Raymond Aron que cuando Giscard d’Estaign ganó la presidencia francesa, uno de sus primeros anuncios fue la apertura política frente a la URSS, una “östpolitik” al estilo de la de Willy Brandt. Aron le dijo entonces a su hija:”Ese joven ignora que la historia es trágica”. Igual le ocurre a Santos, que ya no es joven, pero gusta de actuar como un mozalbete.
El actual momento de Colombia, en efecto, es trágico en el sentido más riguroso de la palabra. Y de la inteligencia, la capacidad de previsión y la entereza de sus dirigentes depende en muy buena medida su destino.
Sería imperdonable que, por no desairar al gobierno que presiona para que lo apoyen, terminaran condenando al campesinado colombiano a la infausta suerte de los cubanos y los venezolanos. Más imperdonable sería que esa suerte fatídica nos fuese deparada a todos los colombianos porque nuestros empresarios se negaron a ver lo que a todas luces se veía venir.
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