CUATRO AÑOS MÁS DE SANTOS
El uribismo ha salido claramente derrotado y queda muy claro que cada día que pasa el poder y capacidad de influencia del expresidente Alvaro Uribe es menor
Cuatro años más de Santos
El uribismo ha salido claramente derrotado y queda muy claro que cada día que pasa el poder y capacidad de influencia del expresidente Alvaro Uribe es menor
Por Ricardo Angoso
Junio 16 de 2014
Las elecciones ponen fin a una larga campaña dominada por la conversión del asunto de la paz en un arma arrojadiza entre los dos principales candidatos. En lugar de haber hecho de este asunto un tema fundamental de consenso nacional, el país se dividió entre “guerreristas” y supuestos defensores de la paz, en un triste espectáculo con pocas ideas y propuestas realistas para Colombia.
Si alguien ha salido claramente derrotado en las últimas elecciones presidenciales han sido las empresas encuestadoras y de estudios electorales, las cuales no supieron anticipar la victoria del presidente Juan Manuel Santos y que inflaron las expectativas electorales del candidato derrotado, Oscar Iván Zuluaga. El uribismo, además, ha salido claramente derrotado y queda muy claro que cada día que pasa el poder y capacidad de influencia del expresidente Alvaro Uribe es menor y lo será aún más en el sentido de que tendrá poco o muy poco que ofrecer a sus partidarios.
Aparte de la influencia del clientelismo, de la compra de votos y de la utilización abusiva de los medios de comunicación y del aparato del Estado a su favor, Santos, que era el ejemplo más paradigmático de lo que es la oligarquía colombiana y de las formas con que se perpetúa en el poder, tiene ante sí cuatro años más en su haber y como principal reto el logro de que el proceso de paz concluya con éxito.
Santos, un mandato mediocre caracterizado por el proceso de paz. Tras un mandato mediocre caracterizado por el estancamiento en todos los órdenes y el aumento en la inseguridad pública, pero también por la ineptitud en el desarrollo de políticas eficaces en materia de salud, educación, justicia e infraestructuras, Santos basó toda su campaña electoral en la necesidad de lograr la paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y concluir exitosamente el proceso iniciado en La Habana. Lógico: no tenía nada más que ofrecer a la sociedad colombiana. La vacuidad política, junto con su acendrada inconsistencia retórica, ha sido la tónica dominante durante todo su mandato.
La gente se muere en las colas de los hospitales, los colegios públicos son un desastre, los juicios se eternizan y viajar en Colombia sigue siendo una aventura surrealista; se tarda menos en viajar de Bogotá a Madrid que de la capital colombiana a Cali en coche. Nulos o pocos avances se detectaron en la época Santos, pero la inercia de poder, junto el pago por los favores recibidos a los caciques locales, han hecho realidad lo que hace unos meses parecía imposible: que se reeligiera a sí mismo uno de los peores presidentes de la historia de Colombia. Y es que como dice el periodista Andrés Oppenheimer, “en América Latina un gobernante lo tiene relativamente para reelegirse”.
Quizá los colombianos, aun añadiendo el plus de la tradicional compra de votos por parte del poder para afianzarse otros cuatro años más, han preferido taparse la nariz y votar por Santos en aras de poner el punto y final a un conflicto que dura ya más de cincuenta años. Zuluaga lo tenía realmente difícil para ganar las elecciones, era una lucha quijotesca en todo el sentido de la palabra contra el Establecimiento. Batallar contra todos los medios de comunicación, claramente sumisos al presidente, y contra todos los poderes económicos, incluyendo aquí a los principales grupos del país que a su vez son propietarios de los dos canales de televisión, era un desiderátum de imposible cumplimiento. Así fue.
Zuluaga se estrelló contra los molinos de viento de la realidad colombiana, una sociedad que, tal como define el escritor Wiliam Ospina, está dominada por una elite que “son una cosmovisión, son un destino, son la última casta del continente. Tuvieron el talento asombroso de mantenerse en el poder más de cien años, y así lo permitimos, tendrán la capacidad de condenarnos todavía a otros cien años de soledad”. Y agrega como colofón: “Tan excelentes son en su estilo, que ahora han logrado que una parte importante y sensible de Colombia olvide la historia y cierre filas alrededor de ellos, viéndolos como la encarnación de las virtudes republicanas, del orden democrático y de la legalidad”.
En la batalla electoral, e incluso política más allá de la coyuntura de las elecciones, había también un componente de lucha entre dos grupos sociales bien distintos: por un lado, el peso de la provincia y el campo, que lideraba Zuluaga, y, por otro, el dominio secular que lleva ejerciendo sobre Colombia la oligarquía bogotana, que no estaba dispuesta a ceder el bastón de mando a un recién llegado y que ven a Colombia más como una gran quinta que manejan a sus anchas que como una nación moderna. Santos es el más claro exponente de esa clase, propietaria de medios, bancos, partidos y haciendas, y quizá eso explica su éxito político; nadie podía competir frente a él y menos en un país como Colombia.
Un escenario plagado de más incertidumbres que certezas. Pese a todo, el futuro de Santos es un campo minado y no precisamente por las FARC, sino por todos los problemas que le acechan en todos los órdenes. Las elecciones no servirán para tapar los graves desafíos sociales, políticos y económicos que tiene el país. El descontento es muy grande en numerosos sectores, pero sobre todo entre los jóvenes sin ninguna expectativa, el agro cansado de esperar las promesas y medidas de un ejecutivo que les miente sin ningún rubor y las capas sociales del país más depauperadas y pobres, cansadas de esperar en la cola de la historia y deseosas de un cambio que nunca llega. Buscarán su espacio, es el destino, y lo harán aunque sea a golpes.
Si alguien se cree que un simple proceso electoral puede acallar todo el descontento que vive Colombia está muy equivocado. Las turbulencias que el país vivió el último año, junto con el final de los paradigmas de la era contemporánea, en el sentido en que a través de las redes sociales se pueden convocar protestas y derrumbar regímenes en apenas días, pueden llevar a Santos y a lo que representa a seguir viviendo en su burbuja sin percibir los procesos sociales que se incuban debajo del sistema.
El país requiere cambios y reformas profundas, en todos los órdenes de la vida, y el estancamiento, por no decir agotamiento, del actual régimen político -no merece otro nombre- es absolutamente verificable en todos los indicadores sociales y económicos. O se cambia de forma de hacer las cosas, en el sentido de hacer un país más incluyente y más justo, o el colapso será inevitable.
En lo que respecta al proceso de paz, que tantas dudas suscita en numerosos sectores y del que tan poca información hay sobre la mesa, las incertidumbres son muchas. Nadie sabe de qué forma se les dará representación política a los antiguos terroristas y si, finalmente, el precio que habrá que pagar a cambio de la firma del acuerdo de paz será la impunidad de los actuales responsables de las FARC, algo que habría que sopesar qué costes políticos podría tener en la sociedad colombiana y en sus sumisas instituciones.
Luego habrá que esperar qué proyecto de país tiene el presidente Santos, que es un gran vendedor de humo y experto en juegos retóricos sin contenidos reales, pues en los pasados cuatro años no se pusieron en marcha ninguna de sus famosas “locomotoras” y no se atisban esperanzas de que lo vayan a hacer ahora. ¿Se ven luces al final del túnel colombiano? Sí, pero es de esperar que no sean, como dice el filósofo Slavoj Zizek, las de un tren que viene a toda velocidad para estrellarse contra todos los colombianos. ¿O es que esta vez el cambio viene en serio? Veremos qué pasa.
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