¿GIRO A LA DERECHA EN AMÉRICA LATINA?
El ascenso de Trump a la presidencia de Estados Unidos podría agudizar aún más la grave crisis política que padece la izquierda latinoamericana, cuyo ciclo parece terminar al tiempo que se abren nuevas expectativas en el continente
¿Giro a la derecha en América Latina?
El ascenso de Trump a la presidencia de Estados Unidos podría agudizar aún más la grave crisis política que padece la izquierda latinoamericana, cuyo ciclo parece terminar al tiempo que se abren nuevas expectativas en el continente
Por Ricardo Angoso
Enero 1 de 2017
@ricardoangoso
rangoso@iniciativaradical.org
La reciente victoria del excéntrico y derechista candidato republicano Donald Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas, amén del control que ejercerá su partido en las dos cámaras del legislativo de los Estados Unidos, ha sido una vuelta más de tuerca del giro hacia la derecha que se aprecia en las Américas. Argentina fue la primera en sumarse al cambio, tras la victoria de Mauricio Macri, y el primer aldabonazo del gran seísmo político que se iba producir en el continente.
Tras casi dos décadas de victorias de la izquierda en América Latina, desde Venezuela hasta la Argentina pasando por Bolivia, Brasil, Ecuador y Nicaragua, las señales de alarma comenzaron a sonar para la “muchachada” bolivariana y el ciclo parece agotarse. Venezuela ya no aguanta más, el régimen está en fase terminal. Escasea todo y no funciona nada. Los enfermos se mueren en las colas de los hospitales por la falta de medicamentos y atención médica. Las infraestructuras llevan años abandonadas, hay cortes de luz permanentemente, el metro de Caracas, antaño orgullo en el continente, es hoy un transporte decrépito, abandonado y prehistórico y en las tiendas no se encuentra nada de nada y si tienes suerte, lo que encuentras está a precios astronómicos. ¿Qué se puede esperar de un país en que es imposible encontrar papel higiénico? Por no hablar de la seguridad: el año pasado hubo unos 25.000 homicidios y Caracas es hoy, quizá, la ciudad más peligrosa del mundo por delante de Bagdad y Kabul.
En Perú y Chile, pese a que teóricamente gobernaba la izquierda de la mano de Ollanta Humala, del Partido Nacionalista Peruano, y Michelle Bachelet, del Partido Socialista de Chile que actúa dentro de la Concertación Democrático, el discurso político era otro muy alejado del de la izquierda bolivariana y pretendidamente socialista que gobernaba en estos países antes reseñados. Ambas naciones optaron por unas buenas relaciones con Occidente, especialmente con los Estados Unidos y la Unión Europea (UE), unas políticas de corte liberal en lo económico que se tradujeron en un equilibrio entre la intervención del Estado en la economía y el libre desenvolvimiento de la empresa privada y, sobre todo, en el mantenimiento del sistema democrático con todos sus elementos fundamentales, tales como la libertad de prensa, la libre competencia entre los distintos actores políticos y la separación de poderes. Hubo casos de corrupción, como en otras partes de América Latina, pero, en lo fundamental, se mantuvo la democracia con sus reglas de juego y la alternancia como norma.
De Argentina a Nicaragua. En Argentina, sin embargo, la era Kirchner concluyó con un país aislado en la escena internacional, salvo si contamos en sus relaciones con el bloque “bolivariano”, una economía en clara recesión y dando muestras de una fuerte debilidad frente a sus vecinos, una sociedad civil profundamente dividida y una sensación de corrupción que se fue concretando poco a poco con sonoros escándalos que llegaron hasta las más altas instancias, como a la propia presidenta saliente Cristina Kirchner. Bolivia, por ahora, se mantiene al margen de este mal momento para la izquierda y su presidente, Evo Morales, aguanta el tipo, aunque con fuertes caídas en su popularidad, y sin que la oposición se vislumbre como alternativa en el corto plazo.
Brasil también dio muestras de agotamiento de la izquierda continental, cuando su presidenta, Dilma Rousseff, fue destituida por el legislativo brasileño y, en su lugar, ocupó la presidencia del país Michel Temer, del centroderechista Partido del Movimiento Democrático de Brasil (PMDB). La economía estaba en clara recesión, la popularidad de Rousseff estaba por los suelos, junto con la de su mentor Luis Ignacio Lula da Silva, también implicado en algún escándalo de corrupción, y el país se manifestaba masivamente en las calles en contra del actual estado de cosas que atravesaba la sociedad brasileña.
En lo que respecta a Ecuador, Rafael Correa ya ha anunciado que no se presentará a las próximas elecciones previstas para el 2017, aunque su partido, Alianza País (AP), sí lo hará y competirá frente a la oposición capitaneada por Guillermo Lasso y otros candidatos menos conocidos. El gobierno de Correa ha tenido algunos éxitos en la reducción de la pobreza, en los programas de desarrollo de las infraestructuras y grandes obras públicas y en haber mantenido durante algunos años a la economía ecuatoriana alejada de las grandes turbulencias económicas provocadas por la crisis de las materias primas (comodities) y el agotamiento de un modelo intervencionista y estatalista en el continente.
Nicaragua, al igual que ha ocurrido en Venezuela, es otro ejemplo de cómo el sistema democrático ha sido suplantado por un régimen autocrático, clientelista, ajeno a los usos y modos de un modelo competitivo y absolutamente corrupto. La familia del dictador, Daniel Ortega, y su esposa, Rosa Murillo, controlan todos los resortes del poder y la economía del país. Nada se escapa a su férreo control, mientras la nación se hunde en la pobreza, el estancamiento, la recesión y la falta de expectativas sociales, políticas y económicas. No se esperan cambios en el corto ni en el largo plazo, ni se cree que llegarán en los próximos años. La oposición ha sido reducida a la nada, despojada incluso de sus asientos en el legislativo, y los medios de comunicación, cada vez más controlados por un poder que no tolera la disidencia, poco pueden hacer en un contexto cada vez más adverso y autoritario. El sandinismo sigue en el poder, pero ya no es un modelo ni un referente continental, sino más bien lo contrario. Apenas es una caricatura de aquella esperanza que llegara al poder por la vía revolucionaria allá por el año 1979 tras haber derrotado a Somoza e instalado un gobierno de corte popular.
Trump entra a escena. ¿Y que influencia puede tener en América Latina la llegada del republicano Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos? En primer lugar, hay que reseñar que puede haber cambios en las relaciones con Cuba, normalizadas por el saliente presidente, Barack Obama, y el final del embargo, con las dos cámaras del legislativo controladas por los republicanos, parece un escenario lejano. Seguramente la normalización de las relaciones entre la isla y los Estados Unidos quedará en una suerte de stand by y con pocos contenidos políticos y económicos en la práctica. Y, en segundo orden, pero no menos importante, no se prevén grandes cambios en las relaciones con Venezuela, ya que los Estados Unidos le seguirán comprando su petróleo y no se implicarán en una crisis en la que sus vecinos muestran poco interés (casos de Brasil, Colombia y Ecuador) y en la que el resto del continente guarda un sonoro silencio.
Desde el final de la Guerra Fría, tras el final de la Unión Soviética allá por el año 1991, Estados Unidos ha mantenido una política exterior de bajo perfil en América Latina. Ni siquiera ha condenado con rotundidad y firmeza los excesos del régimen de Nicolás Maduro en Venezuela, cuya deriva puede terminar de la peor de las formas, incluso en un enfrentamiento civil, y poco o muy poco ha dicho Washington ante las amenazas al sistema democrático en el continente. Incluso en la crisis de Honduras, que acabó en un golpe de Estado y con la salida de Mel Zelaya de la presidencia del país, Estados Unidos se mostró más cerca de las tesis de los “bolivarianos”, como Cuba y Venezuela, que de los que supuestamente defendían la democracia en el país.
Si exceptuamos la normalización de las relaciones con Cuba, las ayudas a la reconstrucción de Haití, seriamente azotada por un sinfín de desgracias naturales, y el apoyo al proceso de paz en Colombia, en cuyo horizonte final todavía no se vislumbra el fin definitivo de la violencia, la política exterior norteamericana ha tenido un perfil muy bajo en los asuntos regionales y poco audaz a la hora de relanzar algunas iniciativas cada vez más agotadas, como la Organización de Estados Americanos (OEA).
Pese a todo, Trump ha anunciado cambios en la relación con México, a la que ha amenazado con su polémico muro para evitar la entrada de inmigrantes ilegales, y una revisión del Nafta, el tratado comercial que agrupa a los Estados Unidos, México y Canadá. No se espera la supresión del mismo, pero sí algunos cambios y quizá una revisión a fondo del acuerdo ahora en discusión. Sin embargo, y a la espera de ver que rumbo toma la política exterior norteamericana a partir de la llegada de Trump a la Casa Blanca, no cabe duda que este giro a la derecha en todo los Estados Unidos influirá en la dinámica regional y tendrá consecuencias en todo el continente. Se consolida, en definitiva, un giro a la derecha y el final de una época dominada por una izquierda antioccidental, alejada de los Estados Unidos y Europa, y muy intervencionista en lo económico pero con pocos resultados a la hora de atajar las dos grandes “pandemias” de la región: la corrupción y la pobreza.
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