MIGUEL POSADA SAMPER, EL PATRIOTA, EL PADRE, EL ABUELO
Sí… este es el primer aniversario de la muerte de Miguel Posada, un hombre que tiene un lugar de honor en el monumento pendiente reservado para los más valerosos y abnegados defensores de la patria
Miguel Posada Samper, el patriota, el padre, el abuelo
Sí… este es el primer aniversario de la muerte de Miguel Posada, un hombre que tiene un lugar de honor en el monumento pendiente reservado para los más valerosos y abnegados defensores de la patria
Por Ricardo Puentes Melo
Febrero 3 de 2016
La primera vez que vi a Miguel Posada fue en las oficinas de Radio Súper, en el barrio Teusaquillo. Fui invitado en su programa Realidades y hablamos sobre la realidad del país. Cuando quedamos fuera del aire me quedé hablando otro rato con él sobre la cuestión del Palacio de Justicia y me soltó de una: “Escríbase un libro sobre todo lo que averiguó sobre ese tema. Yo se lo publico y lo mandamos a traducir al inglés. ¿Qué dice?”
Yo no sabía que me encontraba frente a un poderoso hombre de negocios, así que no le presté mucha atención a eso, como sí a otra propuesta que me hizo. Él quería que yo fuera a Mapiripán a ver qué podía encontrar
sobre el fraude del Colectivo Alvear Restrepo. Así lo hice, y pudimos hallar a uno de los “muertos” por los cuales se había cobrado una fuerte suma de dinero. De ahí en adelante fui invitado varias veces a su programa de radio y él financió varias de las investigaciones que hicimos, tan importantes como el caso de Mapiripán, y el de Santodomingo.
Nunca hablamos mucho de nuestras penurias personales, pero cuando él se enteró de la persecución en mi contra me llamó muy preocupado a expresarme su solidaridad y a ver cómo podía hacer para ayudarme. Le agradecí, pero le dije “Miguel, no te afanes que ya saldré de esto.” Cuando pude sacar a mis hijos del país lo visité en su oficina y le dije que sí había algo en lo que podía ayudarme. “¿En qué, maestro?”, me preguntó. Le dije que pensaba lanzarme al Concejo de Bogotá y que solicitaría el aval del Centro Democrático.
“Ricardo, usted es un buen periodista -empezó, y ya sabía que cuando no me tuteaba era que se venía una seria reflexión. La política es lo más sucio que existe. Y en esa locura no lo pienso apoyar. Es un error que va a cometer.” Le dije que no buscaba dinero de él sino que me ayudara a organizar la cosa. Y me contestó muy franco: “No lo voy a ayudar a nada. Ni con plata, ni a conseguir vainas o votos. Ni siquiera cuente con mi voto, maestro. Usted no está hecho para ese mundo. ¿Era sobre eso esta reunión? Pensé que me venía a proponer algo serio.” Y acto seguido cambió de tema como si estuviéramos tratando algo irrelevante.
Después me enteraría del enorme repudio que Miguel Posada sentía por la política, a la que relacionaba siempre con bandidos y ladrones del presupuesto público. Su aversión por el corrompido mundo de la politiquería era la antípoda del profundo amor que sentía por la institución militar.
Miguel Posada Samper nació privilegiado. Pero la educación que recibió de sus padres, Miguel Posada Caicedo y Belén Samper Ortega, lo alejaron de las fatuidades y la soberbia propias de un sector parásito de la élite a la que pertenecía, y lo acercaron a otras personas, también de esa élite pero esforzados, trabajadores, deseosos de construir la nación. Porque, hay que decirlo, la familia Samper, en su gran mayoría, ha contribuido enormemente al progreso del país. Aunque hay excepciones como los Samper Pizano y su prole, es justo reconocer que los Samper han aportado grandemente, durante generaciones, al desarrollo colombiano.
Miguel lo sabía, y cuando hablaba de su línea materna esbozaba una sonrisa y decía que la familia se la habían “tirado” Ernesto y Daniel Samper. Despreciaba al expresidente Ernesto porque fue testigo directo de la podredumbre de ese pariente. En cambio, cuando hablaba de su padre, un ingeniero de la Universidad de Berkeley, muy inteligente y capaz, a Miguel se le henchía el pecho de orgullo. Y no era para menos; Miguel Posada Caicedo siempre cargó con el lastre de “no ser tan de buena familia como Belencita Samper”, pero eso no lo amilanó sino todo lo contrario, su vida se destacó por un constante aporte a la sociedad, por una preocupación real para encontrar soluciones a los problemas de Colombia. Hasta en sus momentos de descanso los utilizaba trabajando en su finca de recreo en Girardot sembrando y experimentando con variedades de mangos, lechugas, tamarindos y otras frutas y verduras que pudieran arraigarse y beneficiar a la comunidad. Miguel padre jamás quiso hacer una piscina en su finca porque “no quiero que esto se me llene de inútiles que no tienen nada qué hacer”.
Esos valores los transmitió a nuestro Miguel Posada, y éste, a su vez, hizo lo mismo con sus hijos, a quienes les enseño que no deberían parecerse a sus compañeros de estudio -muchachos pertenecientes a ilustres familias, derrochadores, vagos y elitistas-, sino que mucho más importante que el dinero y el abolengo era cultivar la honradez, el esfuerzo, la inteligencia, el estudio y el deseo de servir a los demás. Les inculcó también el amor al arte, los libros, la poesía, la historia, ¡y los perros!
Cuando yo recuerdo a Miguel Posada Samper, lo primero que se me viene a la cabeza es su calidez humana, su inteligencia, su claridad mental, su franqueza y su insondable amor por sus hijos. Cuando me mencionaba a su hija, lo hacía sin importarle la modestia, levantaba la cabeza para mirar con la parte inferior de sus gafas y se desparramaba en elogios para ella recalcando la satisfacción y tranquilidad que sentía de que Lía se había casado con Greg, “un tipo fenomenal”.
Admiré en él esa entrega, ese sacrificio para mejorar la consciencia de los colombianos y ayudar a que salieran del letargo, la ignorancia y despreocupación por la tragedia nacional de la corrupción.
Miguel fue un patriota como pocos he conocido. Pudiendo disfrutar de su posición socioeconómica sin más preocupaciones que el clima y los trancones en la ciudad, prefirió entregar su vida a la causa de la democracia. Él nunca perdió la esperanza de que podríamos derrotar al narcoterrorismo y que Colombia finalmente tendría la ansiada paz que le permitiría seguir avanzando hacia el desarrollo y el bienestar.
Pudo haberse ido a vivir a Estados Unidos pero no lo hizo, ni siquiera para realizarse el tratamiento médico que habría podido salvarle su vida. Siempre decía que él no podría irse de Colombia porque necesitaba quedarse para luchar, no por la clase política, sino por los humildes, aquellos que no tenían la opción de huir de allí. La única manera de salir de Colombia, decía, sería si atentaban contra su vida o lo sometían a los montajes judiciales del corrupto sistema contra el cual él tanto luchó.
Miguel era un firme creyente en Colombia, en su gente. Y era un convencido defensor de los buenos militares y de esa institución. Cuando su hija Lía era apenas una niña, la entretenía con sus historias de acciones cívico militares, ayudando a la gente humilde, aprendiendo a sacar muelas, peluquear, vacunar animales y, sobretodo, sentarse al lado de un fogón con los lugareños y hablarles sobre la maldad de la guerrilla.
Miremos lo que nos cuenta su gran amigo, Ernesto Villamizar:
“En 1976 se inició en la Escuela de Ingenieros Militares y bajo el patrocinio del General Rafael Navas Pardo, el programa de Profesionales Oficiales de la Reserva, al cual fuimos invitados, Miguel por sus conexiones con el gremio de ingenieros y yo por mi ascendiente militar: Mi padre, el General Marco Antonio Villamizar Villamizar. Ingresamos como soldados en febrero de 1977, correspondiéndonos ser compañeros de escuadra. Miguel tomó muy en serio la formación militar y para la sorpresa de muchos, sus botas eran las mejor emboladas, su peluqueado era el más correcto y su uniforme el mejor almidonado. Sorprendidos los “antiguos” amigos de Miguel, quienes lo conocían como un civilote más, observaron como el servicio militar inició en él una verdadera transformación no solo física, sino mental. Recuerdo en una campaña en la serranía de La Macarena, nos encontramos con un pelotón de soldados regresando de patrullaje, sus botas y uniformes destrozados, escogió a uno que realmente daba lástima y cambió todas sus prendas y equipo. Esa tarde Miguel se ganó un llamado de atención por estar de bluyines y camiseta. Nunca confesó que había cambalacheado todo su equipo con un soldado de la patria. Esa fue una de esas anécdotas que ya me considero libre de contar, porque en vida no lo hubiera permitido.”
Fue Coronel de la Reserva, pero al contrario de otros oficiales de la Reserva, Miguel Posada no buscó esos honores para presumir y alardear sino porque fue otra manera más de sentirse cercano a la institución que tanto amó.
Desechando honores, halagos y vanidades, y sin abandonar su enorme responsabilidad como cabeza de un importantísimo grupo empresarial, yendo en contracorriente de sus amigos y conocidos de la élite, quienes se abrían de brazos y piernas para agasajar en sus selectos clubes a bandidos y asesinos indultados, Miguel aprovechaba todo encuentro social con los terroristas en cocteles y reuniones sociales -que él detestaba- para fajarse en discusiones con Antonio Navarro, Carlos Pizarro o Enrique Santos Calderón, a quienes destruía intelectualmente desenmascarándolos como los asesinos secuestradores que eran.
Repartió su tiempo entre sus obligaciones como presidente de una compañía, y el programa radial que creó para alertar a Colombia sobre los peligros del comunismo.
También tuvo tiempo para sus grandes amores: Sus hijos Miguel, Lía y Nicolás, y sus nietos Tomás, Matías, Daniel “Danny” y Michael “Mikey”, que eran la luz de sus ojos. No había asunto más importante que sus bellos nietos ni preocupación más grande que el futuro de ellos. Junto a ellos se convertía en otro niño más, en el abuelo que adoraba ser; jugaba con ellos, les enseñaba, les contaba historias, sufría con sus caídas, soñaba sus sueños. Pocas veces se le vio llorar a Miguel como cuando diagnosticaron a un nieto suyo con un dictamen que resultó errado y de cuyo error él no alcanzó a enterarse.
Miguel sufría de un cáncer que se lo llevó prematuramente. Lo supe en una de sus invitaciones a su programa. Me contó que estaba sordo porque lo habían operado de un tumor, así que -me dijo- tenía que hablarle fuerte. Ese día me comentó que había estado tratando de llamar por teléfono al ex ministro Fernando Londoño, otro formidable luchador por la democracia, a raíz del atentado que le habían hecho las FARC y del cual se salvó milagrosamente sin más secuelas que una transitoria pérdida auditiva.
Con el permiso de su amistad y de saber sobre su sentido del humor, le dije casi gritando: “No sé, Miguel, pero me parece inapropiado que lo llames”. Él se puso algo serio y contestó: “¿Inapropiado que lo llame para preguntarle sobre su salud? No, no me parece”. “Es que el exministro está casi sordo por la bomba, y tú sordo también. ¿Cómo diablos se van a entender…?” Tardó dos segundos en reaccionar ante mi salvaje chiste y luego soltó unas carcajadas enormes que le hicieron salir lágrimas obligándolo a sentarse doblado de la risa.
Por supuesto, nadie sabía de la gravedad de su cáncer. Cuando terminé de escribir y publicar un libro sobre la política y la corrupción en Colombia, quise que Miguel Posada lo presentara, cosa que hizo no sin advertirme que había cancelado unas cosas urgentes solo para acompañarme en el evento. “Para que vea el aprecio que le tengo”, me dijo.
¿Qué si fui gran amigo de Miguel? No. Hubiera querido serlo. Pero la amistad que me brindó fue bastante para conocerlo lo suficiente como para admirar su grandeza, su valor, su amor por la patria y por sus hijos y nietos.
Miguel Posada fue íntegro, valiente y honesto, unas cualidades rarísimas en estos tiempos. En ese diciembre de 2014, la última vez que lo vi, lo noté triste y pensativo. Me dijo “esta pelea se está perdiendo, pero hay que seguirla. Nadie más lo hará”. Pocos lo sabían, entre ellos su amigo Ernesto Villamizar, pero Miguel tenía planeado dejar la presidencia de Leasing Bolívar en febrero de 2015, e irse a tomar unas larguísimas vacaciones en Estados Unidos junto a sus adorados nietos. Luego, lo dijo, regresaría a dedicarse la totalidad del tiempo a dar la batalla por su país y por la institución que tanto quiso y defendió: el Ejército Nacional.
El destino le tenía preparada otra cosa. Unos días después de la presentación de mi libro, Lía, su hija, lo convenció de irse a Estados Unidos para hacerse exámenes médicos. Cayó en cama casi que de inmediato.
El 3 de febrero, Carlos Sierra, otro amigo suyo y compañero en Verdad Colombia, organizó un homenaje para Miguel en el Jockey Club e invitó a unos pocos amigos suyos. Allá, esperando que Miguel se conectara por Skype, nos enteramos que había fallecido hacía unos minutos. ¡Qué amargo fue ese rato! Sus secretarias lloraban inconsolables, sus amigos nos permitimos un sentido brindis mientras se nos hacía un nudo en la garganta con el mensaje de Eduardo Mackenzie que leyó en Skype.
De sus hijos conozco a Lía Fowler, tan talentosa, honesta y diáfana como su padre, y he escuchado de Nicolás, quien camina igual, habla igual, se ríe igual y siente el mismo amor que su padre por la defensa de la democracia y las causas justas.
Lía se ha convertido en mi gran amiga. Poseedora de una sensibilidad extraordinaria, sigue llorando la partida de su padre. ¡Y cómo no hacerlo! Si quienes lo conocimos recientemente sentimos el vacío que dejó, ¿cuánto más lo podrán sentir quienes lo conocieron de siempre? Ah, fecha amarga este 3 de febrero, día del fallecimiento de su padre, pero también fecha feliz del cumpleaños de su amado esposo, el yerno admirado de Miguel…
Que su conductor de toda la vida, Harold Lozano, haya sacado dinero de sus escasos recursos para pagar una misa de conmemoración del primer año de su fallecimiento, dice mucho. ¡Quisiera saber cuántos conductores o empleados harían lo mismo por su fallecido jefe!
Seres humanos como Miguel Posada no nacen muy seguido. Sus hijos y nietos deben sentirse orgullosos de haber tenido ese padre, ese abuelo… ese maestro. Y deben estar agradecidos con la vida por haberlo tenido tan cerca, como modelo de vida, de entrega, de amor y rectitud. Les queda un gran legado y una enorme responsabilidad.
Permítanme repetirlo: No fui el “gran amigo” de Miguel Posada, pero hicimos una amistad que me permitió conocer a un hombre profundamente humano, exageradamente preocupado por el país y por su familia. Un hombre que dejó un sendero que hay que seguir caminando con la misma fe y entrega con las que él lo caminó.
Sí… este es el primer aniversario de la muerte de Miguel Posada, un hombre que tiene un lugar de honor en el monumento pendiente reservado para los más valerosos y abnegados defensores de la patria.
Que su memoria nunca se aparte de nosotros. Te lo ganaste, Miguel, amigo.
Ojalá un día podamos volver a verte para gozar de tu buen humor junto a un vino, un Nocturno de Chopin y una buena charla en algún club bogotano de esa patria que seguimos dolorosamente amando.
@ricardopuentesm
ricardopuentes@periodismosinfronteras.com
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