SANTOS Y EL PACTO DE IMPUNIDAD
Santos pretende legitimar su golpe de Estado sui generis prometiendo maravillas sobre “la paz”. “La paz está más cerca que nunca”, advierte. Pero no es la paz lo que él está construyendo
Santos y el pacto de impunidad
Santos pretende legitimar su golpe de Estado sui generis prometiendo maravillas sobre “la paz”. “La paz está más cerca que nunca”, advierte. Pero no es la paz lo que él está construyendo
Por Eduardo Mackenzie
27 de septiembre de 2015
El espectacular encuentro con apretón de manos entre el presidente Juan Manuel Santos y el jefe terrorista Timochenko, en la Habana, y el grotesco pacto “de justicia” que firmaron bajo el patrocinio del dictador Raúl Castro, no redujo la desconfianza de los colombianos ante el llamado proceso de paz. A pesar del bombo mediático y de la estudiada retórica lanzada antes, durante y después de ese encuentro, Santos ha sido incapaz de convencer a los colombianos de que sus pactos con las Farc significan un paso hacia la paz y hacia la reconciliación nacional.
La esencia de lo pactado con Timochenko se reduce a una frase: los crímenes atroces de las Farc no serán castigados. La impunidad fue garantizada a esa categoría de delitos, incluidos los crímenes de lesa humanidad, mediante el truco de unas sanciones penales que suscitan el asombro de las naciones civilizadas: el “trabajo social” de los jefes terroristas en fincas, oficinas, palacios y otros lugares confortables y abiertos.
La hornada de forajidos que será premiada con esa medida –con un “trabajo social” diseñado por ellos mismos–, es la que milita, en las “negociaciones de paz”, contra todo arrepentimiento y todo reconocimientos de responsabilidad por lo que ellos le han hecho a Colombia en más de 50 años de guerra subversiva. Son los mismos que envían amenazas y expiden sentencias de muerte contra los que critican ese escenario pasmoso de paz con impunidad y con cambio total de sistema político. Son los mismos que proclaman que no se van a desarmar, ni a reparar a las víctimas, ni a renunciar a su ideología de venganza y violencia contra el pueblo, contra sus bienes, contra sus representantes elegidos y su Estado de derecho.
Por fortuna, los colombianos ya no se dejan embaucar por la propaganda oficial. La encuesta realizada horas después del ruidoso evento en la isla-prisión no puede ser más clara. Sólo el 25,6 % de los consultados se mostró favorable a ese acuerdo. Es más, el 63,2 % de los encuestados se opone a que los matones de las Farc sólo paguen de 5 a 8 años de pena sin cárcel si reconocen sus culpas.
Pagada por dos de los medios bogotanos más afines al gobierno de Santos — el matutino El Tiempo y la emisora W Radio–, el sondeo de Datexco concluye que únicamente el 29% de los consultados estaría a favor de que las Farc paguen sus crímenes fuera de las cárceles realizando “tareas sociales” o similares, como pretenden Santos y las Farc.
Para rematar: el 70% de los encuestados no cree que dicho acuerdo respete a las víctimas quienes aspiran a que se haga justicia y se obligue a la banda criminal a responder por sus muertes y destrucciones. Para resumir: ese “acuerdo” no ha convencido sino a la clientela minoritaria de la izquierda más perversa del continente.
¿En qué queda pues lo que la prensa santista llama un “avance decisivo” del proceso de paz? En nada. Por eso hace mal el embajador Kevin Whitaker en apresurarse a saludar ese pacto que es una evidente negación de los principios sobre los que descansa la justicia de los Estados Unidos. El mensaje que envía la Casa Blanca a los colombianos es inadmisible. ¿El presidente Barack Obama se contentó acaso con dejar a Ben Laden tranquilo en su bunker de Pakistán?¿Va Obama a poner en libertad a los asesinos del contratista americano Thomas Janis y del sargento colombiano Luis Alcides Cruz, y a los secuestradores de los tres otros americanos que iban en el mismo avión accidentado, Marc Gonçanves, Keith Stansell y Thomas Howes, secuestrados en Caquetá por las Farc el 13 de febrero de 2003 y rescatados por el Ejército y la Policía de Colombia, durante la presidencia de Álvaro Uribe, el 2 de julio de 2008?
No se puede perder de vista el hecho de que el pacto de impunidad firmado por Santos es también, y de alguna manera, el resultado de la guerra fría que el dictador Nicolás Maduro le decretó a Colombia. En esa guerra soterrada destinada a ahondar la situación de aislamiento y debilidad en que se encuentra Colombia en estos momentos, Maduro emplea no solo el cierre arbitrario de fronteras, la violenta deportación de miles de familias colombianas y el envío de aviones rusos de combate sobre Colombia, sino que avanza, sobre todo, mediante las negociaciones secretas en La Habana, las cuales son el instrumento principal para el desmantelamiento acelerado, pero con visos legales, del sistema democrático colombiano.
A corto plazo se está fraguando en los conciliábulos secretos de La Habana una suplantación del Congreso colombiano por un organismo espurio –el llamado “congresito” o la “alta comisión legislativa”–, que nuestros principios y doctrinas constitucionales rechazan. Se está avanzando también, y siempre en La Habana, hacia la erección de una “justicia ad hoc” con jueces extranjeros y, para coronar ese monumento de iniquidad, se está preparando una votación parlamentaria para otorgarle poderes especiales y abusivos al presidente Santos. Todo ello para impedir que el pueblo colombiano, en voto universal y secreto, se pronuncie sobre los pactos de La Habana. Y se está preparando, por otra parte, una gran convulsión de las fuerzas armadas y de policía de Colombia.
Nótese que horas después de firmado el pacto de impunidad en La Habana, el comandante del Ejército, general Alberto José Mejía, reveló que él está preparando una “revisión formal y total de la doctrina militar” de Colombia para “adaptar al Ejército” y las fuerzas de defensa del país al llamado “postconflicto”. ¿Desde cuándo algo tan importante para la seguridad nacional se tramita en una oficina a espaldas del Parlamento?
Este desmantelamiento del orden jurídico colombiano lo está haciendo Santos sin consultar al Congreso, sin consultar a los partidos políticos, sin consultar a la ciudadanía. Santos obra con una clique de bolsillo, a espaldas de todos y sigue la línea de un escenario trazado por unos cuantos individuos en Cuba que no son sólo los “negociadores de paz”. Santos pretende legitimar su golpe de Estado sui generis prometiendo maravillas sobre “la paz”. “La paz está más cerca que nunca”, advierte. Pero no es la paz lo que él está construyendo. No es extraño que el pacto “de justicia” no haya sido recibido con formas espontáneas de alegría y regocijo popular, como observó con agudeza el corresponsal en Bogotá de Libération, un importante diario de izquierda francés. Ni escenas de júbilo, ni nada parecido. El ambiente es, por el contrario, de perplejidad y disgusto ante las caras sonrientes de Timochenko y Raúl Castro y las de amargura de muchas de las víctimas de ellos. En tal contexto se está agrietando el bloque de fracciones políticas que apoyaban a Santos hasta ahora. Y está creciendo la desconfianza de la ciudadanía, como lo demuestran las encuestas.
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