DE LA CHICHA A LA CERVEZA
Pero el golpe definitivo a la chicha llegó tras el Bogotazo cuya violencia extrema fue atribuida por los empresarios de la cerveza al consumo de la chicha, logrando que el médico liberal Jorge Bejarano Martínez prohibiera definitivamente esta bebida
De la chicha a la cerveza
Historia de Bogotá, parte 5
Por Ricardo Puentes Melo
Noviembre 25 de 2013
El amanecer del siglo XX sorprendió a muchos bogotanos en las chicherías celebrando el nacimiento de la nueva centuria y deseándose unos a otros que las cosas cambiaran o, por lo menos, que hubiera alguna mejoría en el rumbo de sus vidas.
Eso soñaban los pobres mientras miraban con cierta envidia hacia las casonas de la calle 10 y rogaban a la Virgen María que iluminara a sus gobernantes, que vivían allí.
Pero los gobernantes estaban más interesados en pensar cómo erradicar la proliferación de chicherías que le daban al centro de la ciudad un aspecto desagradable y vulgar; la cerveza fabricada por los hermanos Rufino y Ángel Cuervo había gustado poco, y el señor Kopp tampoco había podido convencer a las clases populares de que la chicha menguaba la capacidad mental hasta llevar al individuo a un estado similar al de los borricos. “La cerveza es alimento”, anunciaban en los periódicos y revistas, pero la gente seguía gastando mucho dinero en las chicherías que, para colmo de los males, afeaban los vecindarios de la élite santafereña.
Las chicherías eran los lugares de mayor encuentro y diversión popular que había en la ciudad. Para 1909 existían aproximadamente 45, y aunque la administración de la ciudad, a través de Instrucciones Públicas, buscaba por todos los medios disminuir el consumo restringiendo la venta y la ubicación de los expendios, para 1923 cerca de 800 funcionaban en Bogotá.
Los ricos propietarios de las cervecerías se cansaron pronto de que las humildes chicherías les estaban causando pérdidas a sus negocios, así que decidieron presionar a la administración municipal para que eliminara definitivamente el consumo de chicha. Pero solamente fue hasta la década del veinte cuando su venta se restringió al centro de la ciudad y la cerveza fue ganando lugar como fuente de felicidad pasajera para los obreros, que pronto le cobraron gusto a la bebida ya que, según los anuncios publicitarios, tomar cerveza le daba al consumidor un cierto aire burgués.
De nada valieron las protestas de la Academia Nacional de Medicina, la cual dijo en declaración pública que de nada valía la sustitución de un vicio por otro. Las chicherías, de origen ancestral indígena, se aprestaron a dar la pelea y presionaron amenazando con cerrar sus negocios y dejar cesantes a los miles de empleados y distribuidores de materias primas que vivían del negocio. La turba enfurecida por las consecuentes alzas apedreó los expendios y exigió que el gobierno detuviera esa escalada de precios que amenazaban sus ya deteriorados bolsillos.
En todo este lío, los cerveceros vieron una gran oportunidad y atribuyendo los desórdenes al consumo de chicha. Pero el golpe definitivo a la chicha llegó tras el Bogotazo cuya violencia extrema fue atribuida por los empresarios de la cerveza al consumo de la chicha, logrando que el médico liberal Jorge Bejarano Martínez, quien ocupaba la Cartera de Higiene, prohibiera definitivamente que esta bebida continuara sustituyendo la deficiente alimentación de los pobres.
Porque era la gente de escasos recursos la que, para tratar de llenar sus estómagos, bebían hasta tres litros diarios que suministraban a los jornaleros las calorías necesarias para aguantar las extenuantes horas de trabajo.
El tema de la salud pública. Años antes, entrando los años veinte, debido a la pobreza, la epidemia de gripa había cobrado muchas víctimas entre los más desamparados y fue hasta esta fecha cuando se hicieron más evidentes las míseras condiciones de higiene y salud pública en Bogotá. Al principio, la ciudadanía no le prestó mucha atención a esta enfermedad a la cual calificaban de “fastidiosa y desagradable”; sólo un periodista profetizó las posibles consecuencias que, gracias al “desaseo de las masas populares (…) es muy fácil que una dolencia insignificante degenere en un flagelo mortífero..”
Y en mortífera se convirtió la inofensiva gripa. El 28 de octubre de 1918, pocos días después de su aparición, la enfermedad comenzó a cobrar sus
primeras víctimas. En esa fecha llegaron al cementerio más de doscientos muertos, y la cantidad aumentó rápidamente congestionando de tal manera la labor de los sepultureros, que muchos de los cadáveres quedaron a la intemperie hasta que las autoridades designaron a algunos presos para que colaboraran en el entierro de los infelices. En los barrios de estrato bajo falleció el 90% de sus habitantes.
A partir de ese fatídico día de octubre, la ciudad quedó paralizada. Todos sus negocios cerraron; el Circo de San Diego –actual Plaza de Toros- quedó vacío y las autoridades capitalinas guardaron cama. Los telegrafistas no asistieron al trabajo y los coches y tranvías suspendieron sus recorridos. La ciudad quedó totalmente inmovilizada y perdió contacto con el mundo exterior.
Por supuesto, esta situación fue prontamente aprovechada por los boticarios, quienes subieron el precio de las medicinas hasta en un 400%.
Aunque la enfermedad afectó a todas las capas sociales, cobró su mayor número de muertos entre los marginados de la ciudad quienes le reclamaron a la Iglesia su abandono. Las autoridades eclesiásticas, ante las airadas protestas de los fieles, designaron a San Roque como el patrono de la gripa. Pero el santo poco o nada pudo hacer, y como los coches mortuorios no daban abasto para tantos cadáveres, hubo necesidad de recurrir a los carros de basura para que recogieran los cuerpos de las personas que caían por montones por todas las calles. Este espectáculo macabro afectó a los ciudadanos de clases media y alta, quienes descubrieron entonces la súbita realidad de los cinturones de miseria alrededor de Bogotá.
Después de evaluar los estragos de la enfermedad, la culpa recayó sobre el desaseo de los pobres y su fea costumbre de consumir chicha, además de la existencia de un solo hospital que no alcanzó a atender a tantos enfermos.
Los hospitales habían sido diseñados para atender a la gente más pobre ya que por aquella época era señal de prestigio poder morir tranquilamente en casa, asistido por el médico de cabecera. En 1925 se inauguraron finalmente en Hospital de San José y el Sanatorio de Marly, éste último dotado de los mejores y más modernos equipos hasta entonces conocidos, y provisto de un elemento totalmente revolucionario: Una sala de maternidad.
La atención que las autoridades colocaron en los servicios hospitalarios fue verdaderamente encomiable. Se preocuparon por estar a la par con los avances mundiales, y ya para 1942 estaban funcionando el Hospital de la Samaritana y el de Santa Clara, los cuales fueron centros de lucha contra otras epidemias. Tanto interés se colocó en la salud de la clase popular, que en este mismo año la Liga Antituberculosa había rescatado de los barrios marginales a 600 niños con atención permanente. En 1949 se funda el Instituto de los Seguros Sociales y la seguridad social estatal comenzó en firme en el país. Ese mismo año los médicos recomendaron el baño con jabón y, para estimular el aseo en la capital, el gobierno instaló 18 casetas de baño en varios barrios populares de la ciudad.
Después de la catástrofe de la epidemia, el bullicio retornó a Bogotá. Los proyectores de cine se encendieron de nuevo y las clases altas se vistieron de sus mejores galas para presenciar las historias de amor y odio que la pantalla presentaba en blanco y negro; un cine mudo, sencillo y ameno que refrescaba y entretenía a los bogotanos pudientes. Al poco tiempo esta ventana se llenaría de sonido y, a mediados del siglo, el cine ya sería un espectáculo masivo en la ciudad.
La década del veinte apareció ofreciendo el boxeo como una diversión novedosa mientras surgían los cafés como centros de tertulias y reuniones. Pero a pesar de estos pequeños cambios, considerados en su época como profundos, la ciudad de menos de 300.000 habitantes seguía sumida en un provincialismo que se abandonó un poco con la aparición, en 1929, de la Voz de la Víctor. La emisora ayudó a promocionar eventos culturales y a educar a los oyentes con poesía, debates acalorados sobre el uso del lenguaje, noticias sobre las actividades de los sindicatos obreros, y se escucharon hasta el cansancio el tango, el foxtrot y las rancheras.
Pocos años después, entre 1934 y 1938 se crea la Ciudad Universitaria y surgen los barrios de La Merced, Teusaquillo, Bosque Izquierdo, los primeros por fuera del casco urbano tradicional. Se mejora la calidad de los servicios públicos y el tranvía sirve para que los obreros que viven en la Perseverancia puedan viajar hasta el barrio 20 de julio donde el Divino Niño empezaba a hacer sus milagros bajo la supervisión del sacerdote salesiano Juan del Rizzo. Allá viajaban a pedirle milagros de salud, dinero y amor. Pronto, este barrio fue ganando importancia como otro referente de la ciudad a donde acudían por igual ricos y pobres, políticos, lavanderas, comunistas, artistas y avivatos que vieron la posibilidad de montar una fructífera industria de la fe vendiendo aguas de colores, yerbas, hechizos y hasta casas que, a la hora de la verdad, no eran sino unos lotes pantanosos cuyos verdaderos dueños se enteraban tarde de que ya estaban ocupados.
Para revisar la situación de la construcción pirata, fue hasta ese sector el joven alcalde liberal Jorge Eliécer Gaitán, un político que gozaba de los afectos de las clases populares, pero no pudo hacer nada porque al poco tiempo un paro organizado por los choferes públicos, a quienes pretendía uniformar, hicieron que Gaitán renunciara a su cargo. Y era que, a medida que Bogotá se iba haciendo más cosmopolita y se despertaba un mayor interés en los acontecimientos internacionales divulgados por los medios de comunicación, los obreros reclamaban con más furor sus derechos. El partido comunista había llegado hacía algunos años a Colombia y se había enquistado en todos los sectores que aglutinaban intereses para subvertir la sociedad y aprovecharse de la pobreza para enraizar su falso discurso de reivindicación social y someter al país a la bota de la Unión Soviética.
A pesar de los cambios y de la inseguridad que iba en aumento, los bogotanos de entonces todavía se escandalizaban con el asesinato del padre Tomás Barreto en 1865 y los dirigentes seguían prometiendo una paz y prosperidad jamás vistas.
Bogotá se estaba adormilando en una apacible rutina que sufrió un remezón del cual nunca se repondría. El 9 de abril de 1948, poco después del mediodía, Jorge Eliécer Gaitán –un casi seguro futuro presidente- era asesinado en pleno centro de la ciudad en un complot financiado desde la URSS y cuyo principal gatillero era Fidel Castro.
@ricardopuentesm
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