LA NUEVA SOCIEDAD
La nueva oleada de desocupados pronto empezó a transformar la tranquila ciudad en un lugar lleno de callejones peligrosos donde, después de ciertas horas, se caminaba arriesgando la vida
La nueva sociedad
Historia de Bogotá. Parte 3
Por Ricardo Puentes Melo
Octubre 9 de 2013
Un oidor cruza pomposamente la plaza desde su casa hasta la Real Audiencia luciendo su peluca y escoltado por dos aguaciles que van abriéndole paso y medio limpiando la mugre que hay por ahí desde hace mucho tiempo y para lo cual el cabildo de Santa Fe no ha encontrado solución.
La gente ya se ha acostumbrado a ambas situaciones: al desaseo de la Plaza Mayor y al cortejo ceremonial que rodea el diario vivir de los oidores. Para los españoles y los criollos la ciudad debe ser algo calculado, geométrico, un lugar artificial que les dé seguridad. Esto no lo entienden los indígenas para quienes todas esas edificaciones carecen de valor. No logran asimilar por qué los blancos destruyen la naturaleza si es ésta la que proporciona el sustento. Para ellos, la ciudad es algo tan falso como las pelucas de sus pobladores.
Es el año de 1609 y la capital ha cambiado un poco. La Corona española ha prometido tierras para aquellos de sus súbditos que se atrevan a
iniciar una nueva vida en el recién descubierto continente. Los primeros que escuchan el llamado son canarios, descendientes de la familia del barón francés Jean de Béthencourt; después siguen castellanos, extremeños, catalanes. La diferencia con los conquistadores, es que estos recién llegados no son cazadores de tesoros perdidos, ni guerreros; son abogados, ingenieros, empresarios, médicos y funcionarios burocráticos que continúan en Santa Fe con una tradición de tramitomanía que heredaban de su madre patria.
La mayoría de los indios eran traídos desde Boyacá, lo que conllevó la importación de hábitos alimenticios, costumbres, maneras de hablar, vestimenta y otros rasgos culturales que dejaron una profunda huella en la identidad de la ciudad. Los pocos que sobrevivieron a las epidemias y los malos tratos de los blancos, fueron incorporados étnica y culturalmente al grupo de los mestizos. Par fines del siglo XVIII, los blancos cobraron importancia en número pero continuaban siendo minoría mientras la población indígena urbana estaba casi exterminada y los mestizos conformaban entre el 35 y 45% de la misma.
Sin embargo, el progreso de la ciudad se debió en gran medida a la mano de obra gratis de los indígenas quienes se dedicaban casi que exclusivamente a los oficios de la construcción, el abastecimiento de agua y el trabajo doméstico. En los comienzos del siglo XVII llegaron a la capital más de mil indios tributarios quienes, con sus familias, veían en la vida urbana la única posibilidad de sobrevivir. Construyeron sus bohíos en las afueras del casco urbano para alojarse mientras cumplían con la cuota de trabajo obligatorio para luego emplearse por un exiguo salario. La vida para el indígena urbano no fue nada fácil. No podían realizar ningún tipo de fiesta ni usar vestidos tradicionales o a la usanza española –vestían con mantas y ruanas-, tampoco podían tener armas, perros o caballos.
Así mismo, el uso cultural que el indígena le dio al espacio público era diferente de lo acostumbrado en Europa. Era normal entre ellos la costumbre de orinar y defecar en las calles, manía que nunca se pudo exorcizar a pesar de que se designó vigilancia las veinticuatro horas para pillar y castigar a los sucios culpables.
Pasada la turbulencia de la Conquista, Bogotá se convirtió en un verdadero bastión de endogamia de casta, raza y situación económica. Las uniones espontáneas con indias y mestizas ya estaban reemplazas por prefijadas relaciones familiares en las que se afirmaba el espíritu de linaje. Un mecanismo de depuración que pronto fue establecido como la más pura tradición castellana que tranquilizaba a la Corona porque el verdadero peligro del mestizaje radicaba en el creciente número de individuos con este rótulo.
Advirtiendo los riesgos del crecimiento de la mezcla racial y su posible influencia en las instituciones que quería mantener bajo su cargo, la Corona española adelantó una campaña destinada a proteger la homogeneidad racial y cultural de los blancos, fueran peninsulares o criollos. La exclusión de mulatos, negros e “individuos de castas y razas semejantes” reafirma ese interés por conservar el estatus de las clases dominantes de la sociedad. Es mucho más fácil mantener a un pequeño número de individuos contentos y fieles a la Corona, que tratar de satisfacer las necesidades de un número mucho mayor de personas cuyo único propósito debería ser el de productor; así que una manera fácil de evitar la mexcal de razas fue promoviendo la limpieza de sangre, una cuestión que para la época ya había cobrado inusitada fuerza. Su demostración llegó a ser imprescindible para ocupar cargos públicos, para solicitar mercedes o gracias reales y para acceder a la educación.
De esta manera, la endogamia, combinada con un mestizaje irrefrenable, -y despreciado- marcó la pauta para la diferenciación social que se evidencia en nuestra sociedad hasta el día de hoy. Los mestizos, producto de relaciones ‘ilegítimas’ entre españoles e indias, vieron así limitadas sus posibilidades de ascenso social en una comunidad que los segregaba.
A Santa Fe seguía llegando gente, pero se trataba de peninsulares que ofrecían poca confianza. Se desconocía totalmente si su linaje correspondía al que poseían las familias principales de la ciudad, y esto originó que todo recién llegado, procedente de la península o criollo, se viera obligado a hacer una declaración de soltería ante el cabildo. Tal declaración debería incluir un relato genealógico y nombres de personas que pudieran corroborar lop dicho.
Como consecuencia de la candidez de algunas declaraciones, en gran número falsas, cada grupo familiar vigilaba celosamente toda alianza matrimonial que, a cambio de hacerlos subir, los hiciera descender en la escala social. Y este forcejeo involucró a todas las etnias. Los mestizos quisieron diferenciarse de los mulatos y los mulatos de otros mulatos, según el grado de pigmentación de la piel.
La nueva sociedad resultante del conflicto de la Independencia poco o nada varió de la colonial. Los mismos apellidos continuaron manipulando las fuentes de riqueza y los estamentos de poder de la ciudad. Incluso hasta bien entrado el siglo XX las familias vinculadas al poder político, económico, religioso y militar mantuvieron la imagen de la familia patriarcal de la Colonia. Y, como rasgo generoso, quienes heredaron el poder en la nueva sociedad se propusieron difundir la cultura de los criollos letrados entre los nuevos migrantes que afluían a la ciudad en busca de mejores oportunidades; eran campesinos sin tierras, soldados que la guerra había dejado desocupados y avivatos que aprovecharon la confrontación para volverse ricos, quienes se tomaron a Bogotá.
La nueva oleada de desocupados pronto empezó a transformar la tranquila ciudad en un lugar lleno de callejones peligrosos donde, después de ciertas horas, se caminaba arriesgando la vida.
El 3 de mayo de 1865 ocurrió el primer crimen que escandalizó a la sociedad bogotana de la época. El padre Tomás Barreto –descendiente de canarios que llegaron en 1600- vivía en la antigua “Calle del Arco”, llamada así por el puente elevado que unía al convento de los franciscanos con la iglesia de La Tercera, lo que le daba a esa localidad “cierto aspecto espantoso que después del crimen cambió a totalmente horripilante”.
El padre Barreto tenía fama de acaudalado y viviendo en esa entonces apartada zona de la ciudad, con una lanza como única arma,, se convertía en una verdadera tentación para los criminales. Ese 3 de mayo, entre las ocho y media y las nueve de la noche, llamaron insistentemente a su puerta. El muchacho que ayudaba al padre preguntó quién era. Al otro lado de la puerta le gritaron: “La Pinto (Dolores Pinto) y traigo un mensaje urgente para el padre Barreto..” El muchacho abrió la puerta y entonces el coronel Manuel Almeida, antiguo combatiente del ejército patriota, héroe de batallas en Boyacá, acometió al joven siendo ayudado en el asalto por Pioquinto Camacho, Manuel Vega –concubino de ‘la Pinto’, y algunos esclavos de Almeida.
Barreto alcanzó a agarrar su lanza pero ellos se la arrebataron, le echaron una ruana encima y lo cosieron a puñaladas. Los asesinos no contaron con un testigo que salió disparado a avisar a las autoridades. Los lograron arrestar a todos y, después de degradar a Almeida, fueron colgados en la horca durante cuatro horas. Las cabezas de Almeida y Camacho fueron clavadas con escarpias en las entradas de la ciudad; la del primero en San Victorino y la del otro en Las Nieves. Las manos derechas de los mismos fueron colocadas en la casa donde se perpetró el crimen.
La ciudad que vio al padre Tomás Barreto en 1863 repartiendo pasquines contra Sergio Camargo o escribiendo cartas al vicario en las cuales se negaba a aceptar su autoridad amenazándolo con acoger las ideas de Lutero, murió el mismo día en que asesinaron al sacerdote.
Se anuncia la lluvia de crímenes que azotaría a la ciudad pero todos se quedan. Nadie quiere irse. Ni siquiera los perros que aúllan al oler el miedo de la nueva sociedad.
@ricardopuentesm
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