OLAVO, AMIGO MÍO: !GRACIAS!
3 años hace Ricardo Puentes MeloOlavo de Carvalho ofreció inmediatamente buscarme sitio de alojamiento e, incluso el pago de pasajes y todo lo necesario. Le dije que yo contaba con lo de los pasajes y él me dio las indicaciones para llegar a Richmond, Virginia, donde me recogería en el aeropuerto.
Por Ricardo Puentes Melo
Febrero 6 de 2022
@ricardopuentesm
ricardopuentes@periodismosinfronteras.com
Si mi memoria no me falla, fue en el 2011 que conocí a Olavo de Carvalho. No sabía quién era él. Estando en Bogotá, mi amiga Graca Salgueiro me llamó y dijo que Olavo quería conocerme por la lucha que yo estaba librando en Colombia en contra del marxismo y a favor de las Fuerzas Militares, en especial del Coronel Alfonso Plazas Vega.
Nos reunimos en algún sitio muy católico, tomamos un café, hablamos un poco, nos tomamos un tinto y me despedí aun ignorando que había estado frente al filósofo vivo más importante de habla portuguesa.
Ante la persecución en mi contra, y aún ignorando que Uribe y su combo estaban detrás de ésta, no pude soportar las constantes y permanentes amenazas en contra mía y de mi familia. Ya el gobierno de Juan Manuel Santos había iniciado una campaña para encarcelarme, señalándome de estar organizando un golpe de estado contra su gobierno. Andrés Villamizar, en ese entonces director de la Unidad Nacional de Protección, me acusaba secretamente de que yo estaba abusando sexualmente de mis hijos. En ese momento yo ignoraba que todo era parte de un enorme montaje en el que confluían la entonces Fiscal Ángela María Buitrago, la Fiscal General, Viviane Aleyda Morales, el director de Bienestar Familiar, el alcalde Gustavo Petro, Comisaria de Familia, Personería de Bogotá, etc., y que mi esposa de entonces había sido convencida de que apoyara ese montaje a cambio de prebendas, empleo y hasta casa propia provista por la Alcaldía de Bogotá, si colaboraba para encarcelarme. Años más tarde, ella me confesaría que había sido parte de esto y que la habían obligado a firmar en la Fiscalía algunos documentos luego de que le suministraran una droga extraña para someter su voluntad. También me confesaría que su tío, hoy candidato al Senado por el Centro Democrático y compañero de fórmula de José Uscátegui, estaba metido hasta el cuello, junto con su empresa, “Seguridad Nápoles”. Todo fue denunciado en su momento ante la Fiscalía, pero poco les importó. La falsa denuncia de Andrés Villamizar, por violación sexual de mis hijos, había sido soportada por Ronald Torres López, sobrino de Augusto López Castañeda, uribista dueño de “seguridad Nápoles” y del círculo de las FARC.
El asunto es que, ignorante de la trama, acudí en ayuda para sacar a mi familia del país, temeroso de que se repitiera un episodio parecido al que tuvo lugar cuando secuestraron a mi hijo Alejandro. Graca Salgueiro habló con Olavo de Carvalho y él ofreció inmediatamente buscarme sitio de alojamiento e, incluso el pago de pasajes y todo lo necesario. Le dije que yo contaba con lo de los pasajes y él me dio las indicaciones para llegar a Richmond, Virginia, donde me recogería en el aeropuerto. Compré los pasajes, la embajada de los Estados Unidos, viendo la gravedad del asunto, me concedió la Visa en tiempo expreso de media hora, empaqué algunas cosas y, en medio de la premura salí corriendo de mi apartamento cuando hube comprado los pasajes. Algunas amenazas habían llegado dos o tres días antes a mi email, en las cuales incluían fotografías de mis pequeños hijos y, seguro ya de que yo era objetivo militar no solo de las FARC sino del gobierno colombiano, mi viaje se produjo en medio de angustias, la misma angustia de un desplazado a quien persiguen para exterminarlo. Sé lo que es eso.
Tomamos el vuelo, con escala en Houston. Allí debíamos esperar por la escala, durante algunas horas.
La llegada a Houston y el paso por migración fue muy dramático. Hasta no pasar los controles migratorios yo no estaba seguro de estar a salvo. Nos recibieron varios oficiales de migración que, hay que decirlo, nos trataron muy bien y nos dieron la bienvenida a los Estados Unidos de América. Cuando crucé los puestos de control, las lágrimas afloraron a mis ojos. ¡Había llegado a América! ¡Había logrado poner a salvo a mis hijos! Caí de rodillas y le agradecí a Dios por ello; poco me importaron las miradas de algunos curiosos que pensaron que yo estaba sufriendo algún desvanecimiento. Meses más tarde, mi pequeña hija Sarah, frente a sus profesoras de Elementary School, respondía a la pregunta de “¿Qué es lo que mas te gusta de Estados Unidos?”, suponiendo que ella iba a contestar: “Mickey Mouse” o “Disney World”; en cambio dijo: “Lo que más me gusta es que acá me siento más segura”.
La idea era llegar a Richmond a las 11 de la noche. Sin embargo, con un entendimiento del inglés escuchado muy pobre, no me percaté del llamado a abordar. Y perdimos el vuelo. Tomamos uno a Chicago, donde dormimos en un hotel del aeropuerto, y madrugamos hacia Richmond. Ya le habíamos avisado a Olavo sobre esto. Él nos había estado esperando como hasta la una o dos de la mañana.
Al siguiente día madrugamos y llegamos al pequeño y acogedor aeropuerto de Richmond donde nos esperaban Olavo y su asistente Gislaine. Olavo estaba muy contento de recibirnos. No recuerdo bien en cuál de sus automóviles nos recibió, pero supongo que fue en uno de sus coches-cama, porque cupimos todos sin problema. Abrazó a mis hijos con mucha ternura y, ante mi mirada aguada sólo me dijo: “No te preocupes de nada… Ahora yo me encargo de todo”. Luego nos fuimos a almorzar a un sitio texano de carnes, fabuloso, muy americano, muy “virginiano”, donde acudían lugareños con sombreros y pistolas al cinto.
Acto seguido, nos llevó a lo sería nuestro hogar en los meses subsecuentes. Una bella casa de su consuegra donde se nos había adecuado el sótano para vivir. Olavo se encargaría de suministrarnos, en calidad de préstamo, el valor del arriendo y unas tarjetas de mercado que Margarita, su consuegra, administraría semanalmente. Ella aprovechó esa coyuntura estafando a Olavo y tratando de obligarme a entregarle a mis hijos, mediante documentos elaborados por sus abogados, para su explotación laboral. Pero eso forma parte de un libro que aún no termino.
Consciente de la urgencia, estuve allí unas pocas semanas y regresé a Colombia para buscar la manera de ganar dinero y, así, poder mantener a mi familia en Estados Unidos.
Y me estrellé de frente contra la realidad cuando José Obdulio Gaviria, junto a Alfredo Rangel y Fernando Alameda, me traicionaron y entregaron mi cabeza a la familia Galán con la bendición de Álvaro Uribe Vélez, empezando un complot en mi contra para encarcelarme y asesinarme, en el cual estuvieron involucrados, como ya lo mencioné, no solo funcionarios del gobierno de Juan Manuel Santos, sino altos miembros del partido Centro Democrático, que yo ayudé a fundar, gente del entorno de Petro en la alcaldía mayor de Bogotá, en la comisaría de Familia, Bienestar Familia, Personería de Bogotá y hasta gente de las FARC muy cercana al uribismo, como López Castañeda, hermano de dos comandantes de las FARC, amigo del famoso Pitirri, de José Obdulio Gaviria y de Uribe, y que hoy forma parte de la lista al Senado del CD, como fórmula de la Cámara de José Jaime Uscáteguí.
Como lo he narrado varias veces, Uribe ordena que yo debo cerrar definitivamente Periodismo Sin Fronteras o, de lo contrario, salir del equipo de trabajo del Centro Democrático en el Congreso. Por supuesto, aún ignoraba yo que Uribe estaba dirigiendo todo eso. Así que me retiran de la UTL, la única esperanza de generar algunos recursos para poder sostener a mi familia que ya estaba viviendo en Estados Unidos.
Cuando Rangel me expulsa de la UTL, con el beneplácito de Uribe y bajo las órdenes del primo de Pablo Escobar, acudí en busca de ayuda a Thania Vega de Plazas, para ver si era posible que me diera cabida en su equipo asesor. Se negó de plano y dijo que no tenía ningún cupo allí. Pero yo sabía que su asesor era el general Rodrigo Quiñonez y que él le había aconsejado mantenerse alejada de mi “entorno” porque “no le conviene a la causa del Coronel Plazas que lo relacionen tan directamente con Ricardo Puentes”.
Negada esa posibilidad, acudí donde María Fernanda Cabal, a quien yo le había colaborado mucho en su campaña a la Cámara de Bogotá, para que me apoyara en una posible candidatura mía al Concejo de Bogotá. Cuando fui a su oficina, me recibió con estas palabras:
-Hola, Puentes. Mirá que hay un poco de hijueputas locos que quieren que yo los apoye para el Concejo de Bogotá sin haber hecho el proceso de pasar primero por un edilato. Muchos hijueputas, no?
– María Fernanda- le contesté sin problemas, porque éramos amigos- Supongo que ya sabes que vengo a eso, a solicitar ese apoyo. Y te contesto que si aduces que es necesario “hacer carrera” para el Concejo, tú aspiras a la Cámara de Bogotá sin haber sido Edil ni Concejal. Dime qué es lo pasa.
Y se sinceró. Me dijo que estaba apoyando a Samuel Ángel para el Concejo de Bogotá y que, incluso, había organizado muchas reuniones con los líderes en las localidades que yo le había presentado. Le dije que esto no estaba bien y que se me debería haber consultado. Me contestó:
-“Mirá Puentes… Pues habla con tus líderes”
-María Fernanda, le dije. Yo no voy a prohibir a mis amigos líderes que no apoyen a Samuel Angel porque tú los estás ayudando con dinero, leche y carne para muchas familias en esas localidades. El hambre es cosa muy jodida y no voy a quitarles lo que tú les estás dando. Dejo el asunto acá, pero ya sabes que me siento apuñaleado por ti. Necesito mantener a mi familia. ¿Será posible, entonces, que me ayudes a conseguir con tus amigos empresarios, algún contrato para ofrecer los servicios de mi empresa de aseo y administración?
-Uy, Puentes -me dijo- yo ya tengo compromisos con mis amigos de Casa Limpia.
Y ahí supe que no había nada qué hacer. Ni Thania Vega, esposa del Coronel Plazas, por quien yo estaba sacrificando mi vida y la de mis pequeños hijos, estuvo dispuesta a ayudarme en esa dramática situación.
Cuando vi cerradas todas las puertas, regresé a Richmond y hablé claramente con Olavo de Carvalho.
-Olavo. Me dieron la espalda en Colombia. No tengo manera de pagarte, por ahora, ni el arriendo ni la comida que estás pagando. ¿Puedo pagarte cuando pueda hacerlo?
-Por supuesto -me dijo Olavo. No te preocupes por eso. Yo recibí esa ayuda cuando me exilié en Europa y, como cristiano, regreso esos favores. Págame después.
Con al alma apagada, la negación de la traición evidente de Uribe y su combo, no tuve más remedio que acogerme a mi amigo Olavo como la tabla de salvación en Estados Unidos.
Fortalecimos nuestra amistad. Él vivía como a 40 minutos de donde yo estaba, (y yo no tenía vehículo) así que la comunicación, filtrada por su esposa Roxane y su hijo Pedro, era muy difícil.
Le llevé un libro firmado por Álvaro Uribe y le advertí, al mismo tiempo, qué clase de persona era este hombre. Traidor y maoísta. Quedó lívido. “No hay salvación para Colombia, entonces.” “No, Olavo -le dije- no la hay.” Desde ese momento, Olavo supo quién era Uribe y qué era el Centro Democrático. Por eso, jamás apoyó nada de ellos, ni siquiera cuando María Fernanda Cabal asistió a uno de sus cursos y trató de obtener un video de apoyo. Olavo no quiso.
-Olavo -le dije un día. Te llamo decenas de veces y te escribo por todos los medios, pero jamás me contestas.
Entonces, percatándose de que nos estaban escuchando, me dijo: “Cuando quieras hablar conmigo, es mejor que vengas directamente. Siempre estoy acá. Es que mi mujer es un poco celosa de mis amigos y quiere seleccionar con quién debo hablar y con quién no”.
Lo visité en algunas ocasiones, sin avisarle -como él dijo- pero fueron pocas, y en todas las ocasiones nos encerrábamos en su estudio para hablar de libros, política y religión. Me ofrecía sus cigarrillos y, luego de despreciar mis consejos de que dejara de fumar, me ofrecía picadura de tabaco para usarla en una de sus muchas pipas. Hablamos de ir a cazar osos a Maine, o del sueño de alquilar una avioneta para viajar a Alaska de caza. Me mostró su colección de armas y me regaló una Ak 47 que luego me quitó por la sencilla razón de que yo aún no tenía permiso para portar ni comprar ni recibir ningún tipo de armas. Me ofreció ganarme la vida traduciendo sus libro al español pero, igualmente, me quitó el “empleo” porque -según las cuentas- ganaría mensualmente alrededor de 50 dólares al cambio de moneda de cruceiro a dólar.
Al final del año, tomé un Uber y fui hasta su casa en Carson, muy cerca de Chester. A pesar de que había llamado innumerables veces a Roxane y a Pedro para conseguir una cita con Olavo, había sido imposible. Hubiese sido más fácil conseguir audiencia con el Papa.
-Olavo… la situación es esta -le dije- no tengo empleo, no tengo ingresos. Te prometí pagarte al año, pero no puedo hacerlo.
-Ricardo -me dijo muy tranquilo- No me debes nada. Toma este año como un aporte a tu causa por Colombia. No soy colombiano, pero sé la importancia de tu lucha. Si quieres irte de donde Margarita, solo avísame y te prestaré dinero para tu mudanza y para otro año de sostenimiento.
No necesité de esa ayuda adicional, gracias a Dios y a Lia Fowler.
Un día, Olavo se escapó de su casa y nos fuimos a beber una cerveza en un sitio de carnes de North Chesterfield. Le conté de todo lo que he narrado acá. Me contestó muy sabiamente:
-Ricardo, mi vida es Roxane. Nuestra amistad está supeditada a eso. Yo supongo que jamás podremos volver a hablar por teléfono ni por email porque mi familia controla mis comunicaciones y yo no tengo tiempo de revisar los cientos de llamadas y mensajes que recibo a diario. Pero, cuando quieras y puedas, visítame.
Lo visité antes de viajar a Florida. Le obsequié un par de libros míos y él me regaló una vieja pipa.
Al día siguiente, con tres cajas de libros, miles de papers, promesas de amigos que luego serían incumplidas y, sobre todo, con la fe intacta en Dios, partí hacia el Estado de la Florida en compañía de mi amada compañera de penurias, mi hijo Alejandro y mi Biblia comprada en un puesto de la calle en Colombia.
Y acá estoy desde entonces. Agradeciendo el bondadoso corazón de Olavo de Carvalho, a quien nunca dejaré de tener en mis oraciones porque, literalmente, salvó la vida de mis hijos, y la mía propia.
Colofón: Mientras estaba publicando esta confesión, mi amada Liz me dice: “Qué triste que Olavo jamás pueda leer esto. Tú nunca llamas “amigo” a nadie.
Tienes razón, Liz. No me jodas.
Comentarios