VOTO MILITAR, DERECHO CIUDADANO ELIMINADO POR EL COMUNISMO
Para asegurar que ni militares ni colombianos que apoyaran a los militares llegaran de nuevo al poder, el Comunismo internacional exigió que se les quitara el derecho al voto
El voto militar, un derecho ciudadano eliminado por el comunismo
La moral del ejército entró en picada y los años dorados de la época de Reyes pronto se olvidaron. En 1924, para darles una idea, nuestra caballería tenía 300 hombres, 50 caballos y 70 sillas para montar. Una vergüenza de ejército. No había profesionalismo ni calidad en el ejército de esos años
Por Ricardo Puentes Melo
Enero 9 de 2013
No siempre en Colombia estuvo prohibido el voto de los militares. Este derecho ciudadano fue eliminado por los movimientos comunistas que apoyaron la candidatura de Enrique Olaya Herrera. Ese fue uno de los compromisos de Olaya con quienes lo apoyaron.
Recordemos que durante el siglo XIX, la guerra se convirtió en una aventura de la clase dirigente. Las clases inferiores veían en el servicio militar un peldaño para subir de escala social, y este natural deseo era bien aprovechado por los gobernantes y caudillos que arrastraron tras de sus luchas militares a campesinos y demás descastados ansiosos por salir del anonimato y la pobreza.
Por eso, cuando los rebeldes ganan la guerra contra el ejército legitimista, no hay una diferenciación clara entre lo civil y lo militar. Los “civilistas” reclamaban su derecho a gobernar, y los “militaristas” hacían lo propio recordando que habían sido ellos quienes, con sus armas, habían ganado la independencia de España. La situación provocó no pocas tensiones y resquemores. Esto sumó aditamentos para las guerras civiles que se libraron después de la Independencia y que se prolongaron hasta comienzos del siglo XX,
Las tensiones y enfrentamientos entre “civilistas” y “militaristas” también se produjeron en el interior de los partidos políticos.. Los civilistas se reagruparon para hacerse al control de las leyes y frenar las pretensiones de los militares para esto.
Si antes de la Guerra de los Mil Días no había honor ni mística militar entre nuestros hombres de guerra –a excepción de casos extraños como el de Santander y Mosquera-, durante ese lamentable episodio de nuestra historia, esos conceptos fueron olvidados totalmente corrompiendo los valores ciudadanos de la naciente República. La Guerra de los Mil Días se destacó por la sevicia, la crueldad y el menosprecio absoluto por la vida. Los valores de la élite se trastocaron totalmente y los adelantos militares fueron utilizados para cometer las masacres más bárbaras que hasta entonces se habían conocido. Entraron al juego la ametralladora y el rifle Mauser.
Si antes la clase alta consideraba la guerra como una oportunidad donde podrían desplegar honor, ahora, a comienzos del siglo XX, solamente era una ocasión para exterminar a los contradictores. La clase alta, además de gastar fortunas del fisco en comprar armas, se hicieron a los medios de comunicación para usarlos como propaganda para su causa. Por supuesto, otras facciones también fundaron periódicos desde donde criticaron el excesivo gasto militar. En las provincias, las armas proporcionaban el control de la región, mientras que desde Bogotá se intentaba controlar al país sin necesidad del uso bélico.
Fue el general Rafael Reyes, (presidente de Colombia entre 1904-1909), quien atisbó la necesidad imperiosa de reglamentar la milicia. Decidió profesionalizar las Fuerzas Militares y decidió traer desde Chile una misión de asesores expertos en la materia y, a su vez, formados por el ejército alemán a finales de 1890. Fundó la Escuela de Cadetes, reorganizó el cuerpo de Cadetes, obligó a los oficiales a que tomaran cursos de profesionalismo y organizó batallones de infantería, creando unidades de caballería y artillería.
Para Reyes era sagrado el pago a los militares. Incluso, por encima de otros servidores públicos, como policías y maestros.
Los “civilistas” se asustaron del éxito del general Reyes para lograr un progreso nunca antes visto en Colombia, y obligaron a que la Misión Chilena renunciara acusando a Reyes de estar nombrando a sus amigos en altos mandos militares, despreciando prometedores alumnos de la Escuela de Cadetes. Los terratenientes lograron vencer a Reyes haciéndoles creer a los colombianos, mediante la prensa en su poder, que los militares eran un grave peligro para el país.
Por ello, desde 1909 y hasta los años cuarentas, el ejército no gozó de popularidad ni favor de la clase dirigente. Los
militares eran vistos con recelo y cierto temor. Si bien antes los propietarios acudían al ejército para solucionar sus diferencias, después de la salida de Reyes de la presidencia, ellos recurrieron a la Iglesia Católica para esos menesteres. Así, los cuarteles importantes solo permanecieron en ciudades secundarias para la época, como Cali y Barranquilla, donde la Iglesia no podía garantizar la seguridad.
Después de Reyes, los siguientes gobiernos redujeron el gasto militar y obligaron a que el reclutamiento fuera nacional; esto, para impedir que los militares permanecieran en sus regiones y pudieran ser utilizados por los gamonales regionales para sus propósitos.
Desde esa época se llenó a los militares con promesas de pagos justos, viviendas dignas y condiciones favorables. Pero, como hasta hoy, siempre se les incumplieron dichas promesas.
Durante esos años, también, los ascensos no dependieron del presidente de turno. Esto para evitar cualquier alianza peligrosa que los perpetuara en el poder. El ejército fue desprestigiado por la gran prensa, que era liberal, y desde entonces las Fuerzas Militares recibieron apoyo solamente del Partido Conservador. Aunque esto afectó negativamente al conservatismo, de quien la prensa decía que buscaba la alianza de los militares para ganar el poder por la fuerza –algo falso- el Partido Conservador no quitó su apoyo a la institución y defendió desde sus puestos de control las partidas presupuestales para salarios, uniformes y capacitación.
Con lentitud, el ejército fue tomando vida propia. Definió sus jerarquías y reglamentó sus propios mecanismos para ascensos. Se profesionalizó el cuerpo y, como ya poco participaban en política, los civiles les fueron perdiendo el temor. Los oficiales se dieron cuenta de que si no opinaban no tendrían problemas con nadie. Pronto se aislaron del interés por la agitada vida civil y electoral.
Entre 1911 y 1920, nuestro ejército apenas tenía 6.000 hombres distribuidos en tres Divisiones (Bogotá, Barranquilla y Cali), con dos Brigadas de infantería y unidades de caballería y artillería en cada División. En 1927, Colombia tenía el ejército más reducido y un presupuesto militar que era el más bajo –proporcional a su población- en toda América del Sur.
Aunque entre la clase dirigente colombiana se veía con temor el belicismo de Venezuela y Ecuador, los problemas internos de esos países hicieron que se sintiera cómoda y relajada, y que no viera la necesidad de proteger las fronteras. Los dirigentes confiaban en que la diplomacia resolvería cualquier situación de guerra con esos países, en caso de que ésta se presentara.
Colombia gozó de suerte en esos años ya que, efectivamente, no hubo necesidad de numerosas tropas para sortear algunos eventos internos como la rebelión indígena de Quintín Lame y una banda venezolana que intoxicaba indios en la Guajira para convertirlos en especies de “zombis” que eran llevados a trabajar como esclavos en las haciendas de Venezuela.
La moral del ejército entró en picada y los años dorados de la época de Reyes pronto se olvidaron. En 1924, para darles una idea, nuestra caballería tenía 300 hombres, 50 caballos y 70 sillas para montar. Una vergüenza de ejército. No había profesionalismo ni calidad en el ejército de esos años.
Por ello en ese mismo año, 1924, un grupo de jóvenes oficiales se quejó por la disparidad de los militares con otros servidores públicos; protestaron por las promesas incumplidas y la indiferencia de los civiles ante la situación de las Fuerzas Militares.
Este inicio de Golpe de Estado fue resuelto fácilmente: se enviaron a los oficiales a sitios inaccesibles y se introdujeron unas reformas muy pequeñas en la seguridad social de los militares.
Por los lados de la Policía Nacional el asunto era mucho más triste. Los miembros de la policía eran de bajísimo estrato social, analfabetas y totalmente abusadores del poder a ellos entregados. Los policías asesinaban o arrestaban a quien siquiera les cayera mal.
Sin embargo, los políticos preferían una Policía Nacional iletrada y corrupta, que un ejército profesional y respetado. Esto, porque la policía nunca ha significado un obstáculo en sus pretensiones de poder y control, en tanto que la disciplina militar siempre era un peligro para los corrompidos dirigentes. Adicionalmente, la Policía Nacional no necesitaba un gasto público importante. Desde esa época, la Policía nacional se convirtió en un cuerpo de contrabandistas y delincuentes que actuaban en contubernio con la clase política.
Para esa época, Colombia entraba en una crisis financiera. Los precios internacionales del café cayeron y las predicciones de una falsa bonanza petrolera hicieron que la clase dirigente se confiara, y que el Partido Conservador se viera amenazado por el resurgimiento de las antiguas rivalidades. Los dirigentes políticos de ambos partidos se lanzaron como rapiña para obtener el control en las administraciones departamentales y en zonas donde se planeaban invertir préstamos multimillonarios internacionales, todos basados en la creencia de que habría una superproducción petrolera igual a la venezolana,
Como no hubo tal bonanza petrolera, el Congreso se lavó las manos e inició un debate al gobierno conservador de Abadía Méndez. Éste, en cambio de actuar con inteligencia, comenzó a repartir la construcción de obras civiles entre contradictores y seguidores, con el ánimo de ganar adeptos.
El Partido Conservador, ya dividido y desmoralizado por la traición de Abadía, terminó de ser golpeado debido al debate que Jorge Eliécer Gaitán dirigió contra el gobierno a causa de la represión militar de una huelga de empleados bananeros de la United Fruit. El comunismo internacional ya pisaba fuerte en Colombia.
Era el año 1928 y el ejército comenzaba a recuperar la influencia política que había perdido desde la caída de Reyes.
El general Ignacio Rengifo, también abogado, era el Ministro de Guerra de Abadía Méndez, y comenzaba a ganar prestigio debido a sus fuertes convicciones en contra del comunismo que empezaba a apoderarse de sindicatos y asociaciones de campesinos e indígenas en el país.
Aprovechándose de la recesión mundial de los años veinte, los comunistas aglutinados en el Partido Revolucionario Socialista empezaba a generar simpatías entre la población con los discursos de los líderes de ese movimiento que prometían salida de la crisis exagerando dramáticamente la responsabilidad del Partido Conservador en ella, y de la ineficacia del Partido Liberal para conglomerar el descontento popular.
El general Rengifo era consciente de los planes de los bolcheviques para desestabilizar la región y apoderarse de Colombia debido a su privilegiada y estratégica posición geopolítica. Rengifo alertó por todos los medios sobre el peligro que se cernía sobre el país, debido a una ola violencia que estaba planeando la Internacional Comunista, pero las élites no creyeron en sus avisos.
Por el contrario, la clase dirigente acusó al general Rengifo de buscar poder político con sus pretensiones de aumentar el número de efectivos del ejército. Aprovecharon las noticias de los refugiados venezolanos sobre los desmanes de José Vicente Gómez, militar y político de Venezuela a quien señalaban como tirano.
Como el general Rengifo gozaba de apoyo popular, el comunismo se alió con la prensa liberal y entre ambos lanzaron una campaña de desprestigio en contra suya. Campaña que llegó a su punto más alto en una trampa que le montaron: la huelga bananera de los empleados de la United Fruit, cuyo desacertado manejo ocasionó la muerte de siete empleados a manos del ejército. Este hecho fue aprovechado por el comunismo y sus aliados en la prensa, de tal manera que publicaron que la cantidad de muertos había ascendido a más de 1.000. Hasta hoy en día a ese desafortunado episodio se le conoce como “La Masacre de las bananeras” y ha sido sobredimensionado por el amigo de Fidel Castro, Gabriel García Márquez, en sus relatos. La huelga había sido manipulada por los comunistas, que lograron mediante violentas acciones de los trabajadores la reacción del ejército. El comunismo logró lo que buscaba. Y eso sería un simple ensayo para la violencia que desataría años más tarde al asesinar al líder Jorge Eliécer Gaitán.
Casi al igual que hoy, la opinión pública de esa época era fácilmente engañada, así que los siete muertos fueron convertidos por El Tiempo y El Espectador en una espantosa masacre del ejército contra humildes y desarmados trabajadores. Para colmo de males, un grupo de estudiantes pertenecientes a la clase dirigente, en solidaridad con lo que creían que de verdad había sido una masacre, y buscando réditos políticos, se lanzan a las calles bogotanas a protestar. Entre ellos está Gonzalo Bravo Pérez, estudiante universitario hijo de un acaudalado empresario pastuso que era, además, amigo personal del presidente Abadía.
La manifestación se salió de control y la policía disparó contra los estudiantes, matando al estudiante Bravo Pérez, cuya muerte es usada hasta hoy día por los comunistas como símbolo del martirologio estudiantil.
Debido a que el estudiante pertenecía a la élite, organizaron en el Gun Club el ultimátum al presidente Abadía, quien estaba aterrado porque un movimiento similar había derrocado al general Reyes, y había retirado a la policía de la calles de Bogotá ordenando el acuartelamiento del ejército.
Los miembros del Gun Club, manejados como títeres por el comunismo internacional, le exigieron a Abadía el retiro inmediato del enemigo número uno de los intereses bolcheviques: el General Rengifo.
Rengifo, también acosado por Jorge Eliécer Gaitán quien buscando también réditos políticos cometió el error de acusar infamemente al general por una masacre inexistente de miles, y fue destituido fulminantemente.
El general Rengifo fue obligado a renunciar por la élite capitalina, dejando de ser un contrincante fuerte en las elecciones que se avecinaban. El Ministerio de Guerra pasó a manos de un civil, otro títere del comunismo que aprovechó para reducir el presupuesto de la defensa y el gasto militar a su más mínima expresión.
En diciembre 13 de 1929 se reunieron en las oficinas de El Tiempo, ilustres miembros de la masonería y devotos del socialismo. Estaban Eduardo Santos, Gabriel Turbay, Francisco José Chaux, Roberto Botero Saldarriaga, Luis Cano, Luis E. Nieto Caballero. Turbay representaba a un grupo de académicos de la Universidad Externado que desde las aulas del claustro habían divulgado un manifiesto de adhesión al Partido Comunista, ideología que ya tenía bastantes adeptos en el Partido Liberal. En esa reunión escogieron a Olaya como su candidato.
Las condiciones estaban dadas para que el Partido Liberal, con el apoyo de los comunistas, llegara al poder. Al otro día, el 14 de diciembre de 1929, El Tiempo le impone a los colombianos el nombre de Olaya Herrera.
Así fue posible que Enrique Olaya Herrera llegara al poder, en 1930, apoyado por los movimientos comunistas que, seguros ya del triunfo de Olaya, salieron del anonimato y fundaron el Partido Comunista Colombiano el julio 17 de 1930, a escasas dos semanas de que Olaya se posesionara. La alianza del Partido Comunista con el Partido Liberal, ya infectado por el bolcheviquismo y animado por las ideas de Haya de la Torre, lograron subir al poder a Enrique Olaya Herrera terminando más de 40 años de hegemonía conservadora. Pero esta alianza desencadenaría la mayor de todas las violencias vividas hasta entonces en Colombia.
Asustado por el inesperado ataque de Perú, Olaya nombró como ministro al hijo del general Uribe Uribe, quien de inmediato armó el ejército comprando aviones y armamento a Alemania, país que colaboró además con los pilotos de guerra. El conflicto se ganó gracias a la acción de los bombardeos. Inexplicablemente, Olaya no permitió que la Fuerza Aérea colombiana, superior en todo sentido a la peruana, bombardeara las bases militares de Iquito.
Bueno.. no es tan inexplicable….
La guerra hizo que los colombianos nuevamente amaran y se unificaran en torno a su ejército. Los cuarteles se vieron sobresaturados con voluntarios que deseaban ingresar a las fuerzas militares. Las familias ofrecían voluntariamente sus joyas para que su venta fuera destinada a dotar al ejército.
López Pumarejo, delegado presidencial, y quien sería el próximo presidente, a pesar de estarse ganando la guerra, fue hasta Perú para negociar la paz. Los conservadores vieron en esto gesto un acto de debilidad y protestaron por la asistencia del gobierno colombiano a Río de Janeiro a firmar un acuerdo con Perú que era lesivo para la nación, Con más de 200 aviones bimotores y trimotores, aviones de bombardeo y caza, aeródromos, comunicaciones inalámbricas, el conflicto se ganaría en menos de un mes… pero el gobierno prefirió hacer un acuerdo diplomático con Perú.
Efectivamente, el acuerdo de fronteras fue lesivo para Colombia. El Acuerdo de Río revisó parcial y superficialmente los términos fronterizos demarcados y rápidamente se ratificó el Tratado Lozano-Salomón. Y el gobierno Olaya canceló el tema. Se sacrificó el interés nacional en aras de una paz diplomática
El gobierno de Olaya Herrera fue continuado por otro masón comunista que militaba en el Partido Liberal: Alfonso López Pumarejo, gracias a un fraude electoral orquestado por el partido Liberal y los comunistas unidos en lo que Olaya llamó “Concentración Nacional”, un gobierno de unidad apoyado por algunos conservadores que traicionaron a su partido ordenando abstención total, lo cual permitiría la llegada al poder de López.
Para apoyar a Olaya, el comunismo le había exigido varias cosas que se resumirían en una: apabullar aún más al ejército. De 8.000 soldados que había en 1929, meses después de su posesión Olaya había reducido la tropa al número ridículo de 4.500 efectivos. Lo equipó con rifles y pistolas obsoletas, armamento que el presidente sacó de almacenes donde las tenían desde 1918. Las municiones las hacían en Bogotá muy rudimentariamente. Muchas unidades militares carecían hasta de cocina de campo. Lo más lamentable, más de tres cuartas partes de los soldados eran totalmente analfabetas.
Olaya aprovechó e introdujo hombres de filiación liberal socialista al ejército. Llamó a calificar servicios a varios generales veteranos, y ascendió rápidamente a sus hombres “infiltrados” allí con las instrucciones de que estos, a su vez, apoyaran también la entrada de nuevos oficiales de ideología liberal socialista a las Fuerzas Armadas.
Y, para asegurar que ni militares ni colombianos que apoyaran a los militares llegaran de nuevo al poder, el Comunismo internacional exigió que se les quitara el derecho al voto. Por ello, mediante la Ley 72 de 1930, el gobierno de Olaya con la anuencia del Congreso elimina el derecho ciudadano al sufragio de los militares. Esto se elevó a rango Constitucional y se le añadió la prohibición a “intervenir en debates políticos”.
De aquí en adelante, el comunismo siempre ha estado ligado al poder en Colombia, con algunas rarísimas excepciones.
Para no alargarnos más en la triste historia de Colombia, avancemos varias décadas y ubiquémonos en otro momento durísimo para Colombia, ese que produjo la Constitución de 1991. Aparece César Gaviria. Y es él el encargado de convocar a una Asamblea Nacional Constituyente acomodada a la banda terrorista del M-19, la misma que asaltara el Palacio de Justicia y que fuera indultada por Belisario, Barco y Gaviria.
El comunismo internacional, en todos los años pasados, no había podido exterminar al ejército. Y se inventan una nueva estrategia: La guerra jurídica.
Para ello, sabían que debían tener control de las entidades de investigación y justicia. Aunque ya las fuerzas armadas estaban infiltradas, su poder en la rama judicial era nimio.
Así, cuando la Constitución de 1991 crea la Fiscalía General de la Nación, el M-19 exige cumplimiento a los acuerdos secretos con Gaviria. Y así pueden tomar los puestos de control de esa entidad. Amén de cargos como jueces y magistrados.
Desde entonces, la Fiscalía General de la Nación se ha dedicado casi que exclusivamente a poner tras las rejas a los oficiales más destacados en la lucha antiguerrillera y antinarcotraficante.
Y a nadie le parece extraño. Todos se han confabulado para destrozar al ejército. Tienen a los acusadores de la parte civil, supuestos defensores de Derechos Humanos (el colectivo de abogados). Tienen al ente investigador, la Fiscalía, infiltrada totalmente por ellos. Y tienen a jueces, ex guerrilleros, bandidos indultados, juzgando sobre quienes los combatieron.
Como lo dijo acertadamente el general Jaime Ruiz Barrera: “Los bandidos, los enemigos a quienes combatimos y vencimos, hoy nos están juzgando”.
Los militares son ciudadanos y tienen derecho al voto, aunque no deliberen. No hay que olvidar que quienes les quitaron ese legítimo derecho fueron los alfiles del comunismo internacional.
Es hora de restituirles la ciudadanía plena a nuestros militares. Ese debe ser un tema de campaña para las elecciones del próximo Congreso.
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